jueves, octubre 09, 2008

Otoño

Belén bajó el último escalón del autobús en la estación de Avenida de América. Buscó con la mirada. Vio a Pedro. Sonrió y saludó con la mano. Pedro se acercó. Belén dio la vuelta al autobús para recoger su maleta. Pedro fue detrás. Una vez rescatado su equipaje, se fundieron en un largo beso. Belén lo detuvo:

- Vale, despacio. Tenemos tiempo.

Pedro cogió la maleta de Belén, y ambos se dirigieron a la salida.

- El viaje ¿bien?

- Muy bien, sí.

Belén miraba a Pedro cuando éste no la miraba. Parecía mayor, más preocupado. No le dio importancia. Belén dijo que necesitaba ir al servicio después de un viaje tan largo.

- ¿Esperamos hasta llegar a casa o prefieres hacerlo aquí?

- No, esperamos.

Y continuaron la marcha a través de los estrechos pasillos de la estación. Subieron las escaleras mecánicas. Pedro tenía el coche aparcado muy cerca.

Pedro volvió a besarla. Belén hizo un esfuerzo por no parecer desagradable.

- Venga, pesado, arranca.

La casa de Pedro estaba sumida en una oscuridad total. A Belén le sorprendió su incapacidad para orientarse. Resopló.

- Si estás muy cansada, podemos quedarnos aquí esta noche.

- No, no. Salimos. Además, ya has reservado.

Pedro notó un leve tono de reproche en su voz. No le dio importancia.

Belén tenía veintiocho años. Era rubia, con ojos verdes. Era bonita y simpática.

*

Pedro pidió una ensalada de pollo. Belén, una hamburguesa completa. Sonrió a Pedro.

- Eres un remilgado.

- Todo eso se te va a poner en las caderas.

Belén hizo como que le clavaba el tenedor. Pedro se rió.

- ¿Hablaste con tus padres?

Belén bajó la mirada.

- Mis padres te adoran, ya lo sabes. No ponen pegas.

Pedro masticó satisfecho el último trozo de pollo.

- Tenemos que avisar a mucha gente aún.

Belén asintió. Pedro recibió una llamada de teléfono.

- Es del trabajo. Tengo que cogerlo.

Se levantó de la mesa y salió a la calle.

Pedro tenía treinta años. Pelirrojo, pero sin cursilería. Un buen hombre.

Estuvo hablando diez minutos. Mientras hablaba, miró por la ventana al interior del restaurante. Belén estaba jugueteando con su tenedor. Casi no atendió al asunto profesional. Se concentró en Belén, en el balanceo del cubierto sobre sus dedos, en la luz del local concentrada sobre ella. Miró durante un rato. Luego, colgó el teléfono. Sin que Belén se diese cuenta, se alejó poco a poco del restaurante.

Pedro anduvo media hora. Bajó Gran Vía desde Callao y desembocó en el Círculo de Bellas Artes. Siguió caminando. Un hombre se le acercó por detrás y le golpeó. Pedro quiso incorporarse aturdido y recibió un puñetazo en la cara. Al volver en sí, estaba tumbado en el suelo, con el rostro ensangrentado. Se concentró una multitud a su alrededor. “No se mueva, espere que lleguen los de la ambulancia”. Pedro no quiso quedarse. Se levantó.

La noche había caído sobre Madrid. Pedro caminó hasta un parque cercano. Se lavó en una fuente. Miró la copa de los árboles mecerse como sombras. El calor de septiembre, envuelto en una brisa leve, le espabiló un poco. Obviamente, no encontró su móvil ni su cartera cuando se echó la mano al bolsillo.

Regresó andando a casa. Belén no estaba allí. Se duchó y desinfectó sus heridas con alcohol. Se puso el pijama y se preparó un té. Encendió el televisor.

Al cabo de un rato, oyó pararse el ascensor en el rellano. Luego, el sonido de unas llaves. Belén entró en la sala de estar y permaneció de pie unos segundos. No dijo nada. Se apoyó en el regazo de Pedro. Se durmieron. Primero ella.

martes, octubre 07, 2008

Dos Dimensiones

1) Tanta ceremonia del té y tanto haiku y llega un inglés con pasaporte español (mezcla explosiva) y se despelota. Claro, un país dado a las buenas costumbres como es Japón no está acostumbrado a una actividad ajena a todo ceremonial. Por eso, la acción de la policía parecía vacilante, como temerosa e inquieta ante semejante espectáculo. Un hombre grueso, feliz, dando rienda suelta a sus instintos, chapoteando relajadamente y, de vez en cuando (tampoco era cuestión de cansarse) realizando unos largos que ni el mismísimo Phelps. Las imágenes muestran a los agentes del orden rodeando al sujeto como si se tratase de un alien, con cuidado de no desatar su furia. Sale armado con una piedra y todos reculan asustados. La parodia ha llegado a Japón. O, más bien, Japón ha topado de bruces con ella. Seguramente han sido muchos los que han hecho locuras en suelo imperial, pero nunca hasta hoy se había mostrado este “choque de culturas”.

2) Atención a la historia que me cuenta J. Un tipo que conoce se encontró con un pájaro al que se le había clavado una pluma en la garganta mientras preparaba su nido. Según este individuo, no hizo nada por aliviar al ave de su aflicción ya que para ello “necesitaba que el pájaro se lo pidiera”. ¿Cómo iba el pájaro a pedirle a un hombre algo semejante? Ni idea (yo creo que aquel lumbreras tampoco lo sabía). Supongo que el narrador buscaba un impacto metafísico, basado en la idea de que los humanos no debemos intervenir con prepotencia en la naturaleza. Gran error. Como parte de la misma, el hombre, quiera o no, participa y sus decisiones racionales la afectan de igual modo. Por lo tanto, no quitarle la pluma rebelde al pájaro nos convierte en otra especie, no en hombres y mujeres sensibles. Justamente, en lo contrario. Pero lo que más me irrita de esta historia es la permanente insistencia que tenemos los hombres por tratar de encontrar en la naturaleza los mismos códigos que nos gobiernan: la personalización del animal. De ahí películas como el Rey León, Bambi o el infumable Babe. ¡Los animales no hablan, leches!, y si le quitas a un tigre el cepo de la garra seguramente te atacará con ella. ¿Y? Y punto.