martes, abril 22, 2014

Daniel y el futuro





Lo diré dogmáticamente: el futuro cercano que presenta ‘Her’, la última película de Spike Jonze, es el más creíble que he contemplado en una pantalla de cine. Durante sus dos horas de metraje, lo acepto todo, desde la evolución del ‘gafapastismo’, en la austera propuesta de Joaquin Phoenix, al modus vivendi que diseñamos: la soledad del individuo, únicamente paliada por torpes promesas de ocio y tecnología. Considerando que el argumento de la cinta expone la mejor de las vidas posibles, imagínense lo que puede ser de este mundo en unos pocos años. 

Siendo, como es, una obra excelente, no es, sin embargo, el de Jonze un descubrimiento. Muchas películas de ciencia ficción abordan el futuro desde la perspectiva del hombre solo, envuelto por una cotidianidad claustrofóbica. Piensen en ‘Blade Runner’, ‘2001…’, o ‘Hijos de los hombres’. Como para echarse a temblar. Pero, ‘Her’ no explora los asuntos teóricamente más amenazadores para la supervivencia de nuestra especie. En su previsión no cabe, por ejemplo, la moralina sobre el cambio climático, la pobreza o la discriminación sexual. Es un escenario liberal, en el que se da una vuelta de tuerca a la marginación del ser humano, provocada por una sociedad que ha eliminado cualquier posibilidad de proyecto colectivo. 

Mucho habría que decir sobre la despersonalización que se nos presenta. Desde el empleo del protagonista (escribe cartas de amor por encargo) al asunto central: el sentimiento y sus límites. O, más bien, cómo las mujeres y los hombres, por muy sumidos que estén en el aislamiento, utilizan su instinto para establecer lazos sentimentales donde sólo parece haber frialdad y abandono. 



Pero no me interesa hablar de eso ahora. O no directamente, al menos. Habrá otros que lo hagan con mayor conocimiento de causa. Lo interesante, para mí, es reconocer el trayecto que nos lleva a ese futuro, aparentemente tan alejado de la educación teórica que recibimos desde la infancia. Como treintañero, mi caso no es diferente al de otros individuos de mi generación: en España somos hijos de aquéllos que vivieron su juventud bajo una dictadura. A escala occidental, son los herederos del 68, de París a Berkeley, de México a Praga. Nuestros padres alcanzaron una culta madurez y nos regalaron pinceladas de educación progresista, con cierto aroma nostálgico a la revolución que no pudo ser. Pienso, a menudo, en el cambio que ellos no tuvieron en cuenta. Ocurre siempre, pero, en nuestro país, ha sido un salto mayúsculo, casi mortal. La época concluye en egoísmo y naciones, a pesar de sus cuidados. Si el mundo de Spike Jonze nos parece impersonal, ¿esperaremos a la muerte en Crimea?

Reflexiono sobre todos estos asuntos y me llega la noticia, el susurro, de la jubilación del eurodiputado por Los Verdes Daniel Cohn-Bendit, a los 69 años. Entre guerras y crisis, en mitad de la enésima resurrección de los nacionalismos europeos, el que fuera ‘Dany el rojo’, uno de los principales portavoces del ‘Mayo francés’, se aleja sin hacer ruido, como si el futuro no le prometiera un espacio libre para su palabra.

Soy consciente de las suspicacias que despiertan aún los antiguos líderes de la protesta estudiantil. Cohn-Bendit ha sido demasiadas cosas en una sola vida. Anarquista, primero, izquierdista (‘gauchista’), después. Revolucionario, en un principio, y demócrata ecologista, al final. Cómodo en su piel de animal político, renunció al adoquín y abrazó el escaño, justo cuando las barricadas comenzaban a ser más leyenda que opción. Otros fueron más radicales en su cambio de máscara. Si no, que se lo pregunten a Glucksmann. 

En mi adolescencia, la lectura de ‘El gran bazar’ y ‘La revolución y nosotros, que la quisimos tanto’, dos libros casi antagónicos, luminosamente escritos por Cohn-Bendit, fueron mis primeros, y más divertidos, contactos con el hecho político. Ambos son textos optimistas, que tratan de convencer de la posibilidad del cambio. Pero ‘El gran bazar’, publicado en 1975, contiene aún los ingredientes radicales. Más allá de las páginas de la polémica -se le acusó mediáticamente de pederastia por su relación con los niños del jardín de infancia izquierdista que dirigía, algo que se me antoja desmesurado-, el autor expone su pensamiento, igualmente crítico con el capitalismo y el comunismo soviético. Habla de ‘su’ mes de mayo, hace la autocrítica por su papel de vedette durante la revuelta y narra su viaje a Israel y Alemania, una vez expulsado de Francia.

Casi diez años después, reconvertido en compañero de viaje de Los Verdes, entrevista a varios líderes estudiantiles de los 60 para un programa de televisión, experiencia de la que nacerá el segundo libro. El panorama es desolador. Desde melancólicos como Abbie Hoffman o Jean-Pierre Duteuil, a los liberales renacidos, Jerry Rubin o Rob Stolk, todos muestran la derrota encajada por un sistema demasiado fuerte que no se tambaleó por las banderas rojas, ni por la reivindicación de Mao en el corazón de Europa. Las conversaciones con terroristas arrepentidos como Hans-Joachim Klein, aportan mayor tristeza, si cabe, a un relato del que únicamente Joschka Fischer parece salir indemne. Cohn-Bendit y él reflexionan sobre los límites de la lucha callejera y reclaman un espacio entre la clase política. Ésa es su conclusión. Han pasado casi treinta años más. 

Finalmente asumidos por el sistema, los antiguos revolucionarios envejecieron sin victorias. Sus últimas fuerzas las utilizó ‘Dany el rojo’ para pedir más Europa y más democracia. “Hay que ir hacia una Europa federal. Necesitamos más Europa, una Europa que sepa afrontar los cambios de la globalización y construiremos esa Europa en los próximos años”, dijo. 

Cohn-Bendit no será Moisés. No conducirá al pueblo europeo a las puertas de la tierra prometida de la libertad y los derechos humanos. Cada vez menos gente está dispuesta a defender aquello que dio sentido a la apuesta comunitaria. Parece un tiempo de cálculo, antes del saqueo final. Entre la frialdad de ‘Her’ y el cinismo de ‘Juego de tronos’, el ideal político se aleja sin un portazo, como Daniel Cohn-Bendit.

lunes, abril 14, 2014

La dama y el niño felipista





El niño felipista cree saber por dónde van los tiros. La dama, sin embargo, ha vivido ya muchas primaveras y no se contagia del entusiasmo general. Ni de la pasión envuelta en un manto de melancolía. Sabe que la historia, al igual que los hombres, tiene arrugas e imperfecciones. Su rostro no es liso como dicen, tiene lagunas inexplicables y una tendencia al desastre que hace torcer el gesto al camarada más optimista. Por ese motivo, cuando la dama y el niño felipista se encuentran cada 14 de abril se produce entre ellos un silencio incómodo. A ella no parece importarle: su biografía esta ya redactada con trazos gruesos e irrebatibles. Él busca analizarla, tantos años después de su caída, conocer su pasado sin el mito. Suelen encontrarse en los bares y ella lo espera en la puerta, cigarro en mano, con esa mirada inexpresiva, casi cínica, que no lo desmoraliza. La dama consume las preguntas del niño al mismo tiempo que la nicotina. “Ahora, todos ellos me quieren mucho, pero ninguno hizo nada por salvarme del desastre. Querían cambiarme, ¿entiendes?, darme un apellido, cada uno el suyo, y violar mi juventud con cadenas de terror y utopías”.

El niño felipista la escucha con interés, pero con distancia. Pese a la evidente atracción, hay un abismo. Él recuerda los años felices, de la mano de sus padres, camino del mitin socialista (ya socialdemócrata y monárquico) y la tenue propuesta sin fusiles. La solución tibia del franquismo, que era orgullo de la izquierda, o lo parecía entonces. Cuando lo márgenes eran territorios inofensivos y Felipe podía con todo. Él murmura y ella no puede escucharlo. Sigue fumando la dama, centrada en la incomprensión que padece. Y el niño se esfuerza por quererla y, de hecho, lo consigue: su belleza es, quizás, la única respuesta válida a este erial que nos mantiene pequeños e ignorantes. 

Quiere decírselo y trata de tomar su mano, pero ella la retira. “No seas como ellos, niño felipista, no pretendas seducirme con tus palabras huecas. Si me amas, no ames otra cosa”. El rubor enrojece sus mejillas y el niño felipista, lleno de ideales forzados, debe aceptarlo y baja la cabeza.    
    
La dama no quiere herir sus sentimientos y lo abraza. “Tranquilo, llegará otra dama, más joven y atrevida. Más bella también y la querrás de verdad, sin forzar el calendario. Será única y libre”. El niño felipista asiente y se queda más tranquilo. Dice adiós con un beso y emprende el camino de vuelta.

Otro 14 de abril que se apaga.

domingo, abril 06, 2014

Andares





Ellos te lo cuentan como la vida de un santo. Tienen todo el derecho a hacerlo. Interrumpen su caminar lento, de otra edad, y te observan con indulgencia mientras los niños os adelantan entre risas y juegos. No han participado de la revolución, ni transformado su mundo. Han logrado conservar, eso sí, una forma de vida, una actitud. Y eso no es tan habitual. Las décadas transcurrieron apaciblemente en la ciudad burguesa y lo anodino se convirtió en norma. A ese movimiento se le llama reconciliación. La política como aperitivo, como paraguas y chismorreo. Se trata, en resumen, de no ir nunca demasiado lejos. Ni siquiera físicamente: el paseo se interrumpe pronto. La gestión frente a la libertad. Ésta frente a la convivencia. 

La Transición es un relato que rescata al ‘nosotros’ de la memoria parcial de la juventud. El recurso de la solemnidad y la cordura plural contra la amenaza reaccionaria. No se niega. Incluso los más voraces enemigos del llamado ‘Régimen del 78’ aceptan momentos de gloria (no se atreven a decir heroicos) en el periplo. Fue una conversación, sí, pero hubo algo más. Ya lo dijo Norman Mailer de los Kennedy: “Se les quiere porque fueron un poco mejores de lo que deberían haber sido”. Como a Adolfo Suárez, que fue derrotado y su trayectoria última se vincula a la de los parias sin tribu. Y eso tiene siempre mucho éxito. Su origen indiscutiblemente franquista es el último dique que lo separa del panteón. Pero ni siquiera eso enmudece el canto general hacia quien abrió puertas que no parecían indispensables.

Suárez es, hoy, la Transición; una fotografía de niñez en la que un país parece más saludable y feliz. Como todo relato moral, es también un mito. Y un mito es inspiración, sin duda, pero, al tiempo, límite, freno que paraliza la decisión y el acto. Durante el siglo XX -sobre todo, a partir de la victoria de Franco en la Guerra Civil-, España se ha sentido como esos niños a los que unos pocos centímetros de menos les dejan sin poder montarse en la atracción más peligrosa y divertida. Lo tienen cerca, la geografía les es propicia. Pero están lejos de las piruetas y la emoción. Al país le faltaron De Gaulle y las barricadas, Marcuse y Berkeley. No celebró Woodstock. No detuvo a nazis. Su identidad se forja en una charla que se sigue de lejos, con el deseo de que tu huelga, tu manifestación y tu cárcel hayan servido de inspiración para el cambio, y que la inercia del continente no haya sido la única causa.

Y ese papel, secundario pero amable, es el que se discute hoy, el que se alimenta o se niega, amparándose siempre en el orden que no debe perderse. En la ciudad burguesa, donde se camina lento por no romper, por no ejercer la libertad sin su permiso.