viernes, octubre 23, 2015

Fiesta*



La fiesta, según Christopher Hitchens, no concluye con la muerte. De hecho, añadía el escritor angloamericano, lo verdaderamente terrible es que la fiesta sigue, pero tú debes marcharte. Que nada se interrumpa con el desenlace personal e inevitable; no cabe imaginar algo más demoledor. Antes o después, el ser humano comprueba la escalofriante ausencia de misericordia, la promesa de destrucción que recibe todo cuerpo vivo. Serán muchos más los días sin nosotros, hay que acostumbrarse a esa ley sin excepciones. La celebración, en definitiva, se abandona aún en marcha, con la música a todo volumen y la cubitera llena.
No tenemos que esperar, sin embargo, a la propia decadencia. Uno puede padecerlo de muchas otras formas, evocando las sombras de aquel mundo que una vez fue real, los libros recién publicados y las películas apetitosas que se acabaron para siempre. El presente, ordenado y consuetudinario, esparce un puñado de tiempo sobre un territorio. Parece algo estable, desde luego, y nos habituamos a la compañía y a las cosas que hacemos sin temor a quedarnos sin combustible.
Así, cuando alguien ya no está, y sus pertenencias quedan en el armario, sobre la estantería, todo parece frío porque nada se derrumba. La naturaleza no emite queja ni arrepentimiento. Simplemente, se corta un acceso. Ni siquiera la tristeza salva a los contribuyentes. Es mucho peor para los vivos. Nos quedamos solos y asistimos a los cambios en la ciudad, en el país, cada vez más alejados de lo que fue verdad compartida.
Uno podría pensar, entonces, en alguien concreto, en una mujer, por ejemplo, con rostro y con nombre, al enterarse del fallecimiento del escritor sueco Henning Mankell y del cierre de la librería barcelonesa Negra y Criminal. Esta mujer, digamos que santanderina, era una gran admiradora del autor de ‘La falsa pista’. “Escribe muy bien y es un ciudadano comprometido”, afirmaba con entusiasmo. El inspector Wallander se convirtió en un personaje familiar. Más tarde llegó Stieg Larsson, pero ya no fue lo mismo.  
Lectora apasionada, quiso conocer la librería de Paco Camarasa. No pudo ser. La muerte comenzó a acecharla cuando más satisfacción obtenía de la cultura y más valientemente disfrutaba de las cosas. Mankell y el local barcelonés fueron dos realidades en su vida, en su presente; dos caminos hacia la felicidad, a pesar de todo. Ahora ya no existen.   

La vida supone pasar de una edad a otra, asumiendo no solo el cambio personal, sino la desaparición de ámbitos familiares en los que nos encontramos seguros y de temas de conversación que creímos y quisimos inmortales. La memoria debería ser suficiente para que arraigue la confianza o, al menos, la resignación. Es complicada esta mudanza que un día terminará para todos, pero no al mismo tiempo. Volverá a amanecer y otros insistirán en preguntarse si hay o no algo de verdad detrás de esta fiesta que abandonamos siempre demasiado pronto.   

* Columna publicada el 22 de octubre de 2015 en El Diario Montañés.

viernes, octubre 09, 2015

Francisco*



Debe de ser duro vivir en este tiempo de exhibiciones digitales sin poder aprovechar el viento favorable. Lo fundamental hoy es dar el gran salto desde una determinada tradición ideológica -más o menos sanguinaria- hacia el presente unánime y progresista, fértil en críticas al “sistema” y galgos que se adoptan. Lo han hecho todos. Se trata del famosísimo giro al centro, en el que destiñen los colores. Transversalidad y círculos morados. O naranjas. Está bien que así sea.   

Lo nuevo comparte época con instituciones que condenan cualquier propósito de cambio. Así, la Iglesia Católica, posicionada históricamente a la vera del poder mundano, defiende su aportación al patrimonio intelectual de Occidente, su estatus, sin aclarar el origen; a saber, la aclimatación política coyuntural que modificó para siempre la faz del cristianismo. Esa capacidad de la Iglesia para abrirse camino desactivó el mensaje apocalíptico del Nazareno, pero garantizó su supervivencia, que no es poco.

El Vaticano tenía cintura, en eso consistía su gracia. Sus dogmas eran permeables a las expresiones populares, mientras sus jerarcas hermanaban hábilmente la institución con dinastías y señoríos. Ese entramado controlador de haciendas y conciencias comenzó a resquebrajarse a raíz de la Ilustración. El proceso de derrumbe alcanzó, durante los últimos decenios, niveles de catástrofe. Sacerdotes, obispos y cardenales brotaban públicamente como oscuras presencias cada vez más obsesionadas con el aborto y la financiación. Perdida su influencia sobre las almas, insistían en el discurso agorero, acostumbrándose a interpretar el papel de inadaptados que reciben burlas y golpes. La homofobia y la discriminación de género se convirtieron en los nuevos estandartes católicos.

Hacía falta una política diferente, eso estaba claro. La Iglesia debía probarse un traje nuevo, la máscara de la modernidad. Para ello, bastaba con manejar las herramientas disponibles con destreza renovada, nada de profundizar en la doctrina, que eso desgasta. La figura del Papa, poderosa en la comunicación y capaz aún de llenar plazas y desviar el tráfico, resultaba indispensable. El impacto de las declaraciones del Pontífice, su querencia viajera y su potestad para zanjar cualquier discusión facilitaban las cosas. Mejor una breve entrevista en un avión que iniciar un cambio radical desde la base.


Y así llegó Francisco. Como sus predecesores, el argentino continuó repartiendo abrazos. Esta vez, sin embargo, optó por el lado misericordioso del mensaje, sin desactivar las condenas que siguen al pecado, pero sin destacarlas. Caer bien desde el principio ayuda a moderar las críticas. Por ese motivo, cuando interrumpe su prédica sobre el cambio climático y la desigualdad para tirar al monte –la expulsión del prelado Krzysztof Charamsa poco antes del inicio del Sínodo de la Familia, la reunión con Kim Davis o la reacción ante los asesinatos en la sede de Charlie Hebdo- nadie se escandaliza. La actualidad exige hoy más socialdemocracia aparente y menos explicaciones sobre la transubstanciación. La Iglesia lo sabe. Esta es su nueva alianza con el mundo.    

* Columna publicada el 8 de octubre de 2015 en El Diario Montañés.