lunes, octubre 30, 2006

Al Tercer Día

- En ocasiones la labor creativa nos la creemos única, personal, exclusiva hasta la inmodestia. Son casos en los que nuestra concepción del mundo y los sentimientos que nos produce el cotidiano acontecimiento de vivir aportan a la materia un halo de buena voluntad, de atención y de profundidad individual que es, al final, de lo que se trata en literatura. Lo malo es que los minutos que hemos vivido rara vez ofrecen reflexiones novedosas, radicales aportaciones a la humanidad, visiones necesarias para el pueblo. Entonces sucede la admiración y también algo de rencor a la mente privilegiada que nos roba en el pasado nuestras certezas presentes. Algo así me ha ocurrido recientemente con la lectura de “La muerte de Ivan Illich” de León Tolstói. Hay en el escritor ruso toda una obsesión sobre el paso del tiempo, el cumplimiento del deber, la aceptación de la transitoriedad individual, que, de alguna manera, condensan toda la preocupación visceral del hombre moderno. En apenas 150 páginas el hombre que somos, con toda su indecisión, con todo el horror que su orfandad de Dios le produce, se vuelve aún más vulnerable al asistir a su propia destrucción sin un final esperanzador que ilumine la fe que late aunque muy lejos. Lo bueno de Tolstói, lo genuino y, a la vez, familiar en cualquier lector preocupado, es su propio espíritu contradictorio: conde y zapatero, cristiano y descreído, hombre moral y al mismo tiempo cobarde y acomodado, asceta y jugador. Y ahí, en ese universo vital del ruso, podemos sentirnos a salvo en el pecado que tarde a tarde, mañana a mañana alimentamos con desidia e incluso con insurgente rabia. La vida nos ata, que diría Gil de Biedma, pero ¿sus frutos son también parte del mapa oculto que nos guía en esta existencia tan aparentemente hueca?, ¿O sólo la virtud y el mal hacen huella en nosotros?

viernes, octubre 13, 2006

Ceremonia

- La última noche no salgo y me quedo a solas con la biblioteca. Es difícil hacerse una idea del gran silencio de mil voces que nos acoge y nos ata en el papel. Tantas apuestas comerciales, tanta idea vuelta en nada, sin influencia ni lectura. Ahí, los libros de Grosso, de Reich, de Lukacs. El freudomarxismo, no me digas tú... Papelera más que éxito o que esperanza. La magia de los libros la podemos dividir en dos grupos: 1) Los que lee mucha gente y uno disfruta leyendo a coro (Harry Potter), y 2) Los que ya no lee nadie o de los que nadie habla por olvido o por desidia. Uno se les acerca como tratando de escudriñar en exclusiva su misterio, buscando la complicidad, la ternura marchita de ese libro que ya no es sino en breves instantes y para unos pocos. Hablo de Alberto Moravia y su “Viaje a Roma” y de Calvino en la vieja edición de 1972 de “Las ciudades invisibles”. Anoche me quedo con esta magia dialogada de Marco Polo y el Kublai Kan en la que el italiano ofrece al monarca una visión de diferentes ciudades con nombre de mujer. Lectura amable, críptica a veces, poética y siempre talentosa…y única. ¿Somos lo lectores, cuando la moda y el tiempo han pasado, ratones que arrancan las palabras de hojas huérfanas?, ¿Acaso no se dijo siempre que la literatura era, fundamentalmente, resistir a la muerte, al tiempo? El olvido pesa tanto en las manos de la juventud que resucitamos lo que mata o lo que oculta. Y nos hacemos intérpretes de lo que faltan. Los pequeños libros que no marcan época.