lunes, febrero 26, 2018

Soledad*




La soledad, dicen, es una enfermedad que brota de la moderna proliferación de cabos sueltos. Es lógico que el sacrificio se imponga sobre la moral en un presente que penaliza la contemplación; de ahí las habitaciones vacías, el silencio al final de las jornadas. Quizás, siempre haya sido así, sólo que ahora somos capaces de identificar nuestra debilidad. No existe un peligro tan potencialmente devastador como el de la soledad no elegida.

Muertos los dioses, noqueada la esperanza por las ofensivas mediáticas, las sociedades avanzan contra la cultura y contra la amistad, últimos reductos de un mundo prácticamente extinto. La soledad empaña las conquistas, enmudece la memoria y convierte al ser humano en un autómata entregado a su alimento, a su higiene y a su descanso.

Queda gente, sin embargo, que busca anudar a los hombres, devolviéndolos a un ámbito colectivo y alegre. En Galicia, por ejemplo, la orden franciscana ha habilitado su convento de Betanzos para acoger a personas solitarias y reproducir un ambiente familiar donde refugiarse de la indiferencia. Con el objetivo de reivindicar su derecho a ser, se niegan a asumir la marea de la cosificación. El individuo apreciado no en función de su productividad sino en la dignidad que trae de serie.

Hay también en la lucha contra la soledad un elemento siniestro común a todos los compromisos contemporáneos: la histeria de la mediatización; la conversión de un problema en una exigencia ineludible. El siglo XXI destaca por la desproporción de los medios en las polémicas partidistas. Todo parece indicar que un gran movimiento contra la soledad, con portadas de prensa y graves manifiestos firmados por famosos, desembocaría en una nueva ortodoxia; en otro mensaje frívolo, no expuesto al debate o al matiz.

El combate contra la soledad corre el riesgo de incidir en algo que ya existe: la imposibilidad de transitar caminos inéditos, de construir una vida al margen de dogmas y de portavoces. El abismo de la soledad se convierte en la obligación de la secta. Esa imposición supone, desde luego, un cambio sólo aparente: el ser humano debería abandonar sus deseos de bienestar económico y reconocimiento profesional para conformarse con una posición gregaria. ¿Se imaginan?

Los problemas se tratan mejor cuando no se aprovecha su planteamiento para contribuir a la eterna guerra ideológica. Sólo desde la mesura alejada de la tentación audiovisual, de la propaganda, podríamos hablar de esa responsabilidad que nos ata pese a los sueños de ruptura; de esa brega que no puede obviarse porque pasaríamos de la obligación a la derrota.

El emprendedor como figura prometeica, que se eleva contra los débiles, es sustituido en los titulares por la Secretaría de Estado contra la Soledad que la primera ministra Theresa May ha creado en Reino Unido. Donde los franciscanos gallegos ven posibilidades de mejora, los partidos contemplan un terreno donde sembrar la nueva fe. Y eso siempre es un peligro.

* Columna publicada el 23 de febrero de 2018 en El Diario Montañés

viernes, febrero 09, 2018

El dinosaurio y el doctor Grant*



Ustedes recuerdan aquella escena de Parque Jurásico: el multimillonario John Hammond ordena detener los todoterrenos; sus ojos brillan de júbilo. El doctor Alan Grant no se ha dado cuenta del súbito arrebato del anciano. Cariacontecido, apenas atiende a sus compañeros de viaje. No sabe qué demonios hace él, un paleontólogo de prestigio, en esa isla remota. De pronto, algo capta su interés. La cámara se centra en un primerísimo plano de su rostro, que transmite la solemne intensidad del momento; durante unos instantes, Grant conserva el rictus grave, como si su temple se resistiera a ceder de inmediato bajo el violento choque de lo real. Primero, avisa a su pareja, la paleobotánica Ellie Satller, que también está en Babia. Ante ellos, un imponente ejemplar de braquiosaurio, especie extinta hace ciento cincuenta millones de años, que mordisquea apaciblemente las hojas de un árbol gigantesco.

He pensado mucho últimamente en Alan Grant. El científico, como se nos presenta al inicio de la cinta, vive entre el barro y el polvo de sus excavaciones, asido a una vocación amenazada por la escasez de fondos. Todo lo que sabe de los dinosaurios lo ha ordenado en su memoria, a través de fósiles y muchas anotaciones. Grant se esfuerza en la reelaboración de un relato que el tiempo ha sepultado.

Pienso en Grant y se me ocurre que algo parecido podría estar pasándoles hoy a los historiadores que han trabajado durante los últimos años en la seguridad de la tierra firme, ya sin los cantos de sirena de los totalitarismos. Pese a la proximidad con el terrible siglo XX, creyeron habitar una época más amable. Todos los monstruos habían sido derrotados; los países prósperos apostaban por un cosmopolitismo abierto y convencido del valor de la vida humana.



Pero hoy nos dicen que las muchachas de Balthus son incompatibles con la inocencia, que ‘El origen del mundo’ de Courbet debe ocultarse y que la ‘Lolita’ de Nabokov canta, en realidad, a todos los Humbert Humbert. La ofensa de la carne descubierta, como emblemática excusa del poder y de la censura.

Hemos visto también la verdad suspendida por una revolución a la que le sobra la presunción de inocencia. Hemos comprobado el actual peso de la lealtad en linchamientos mediáticos, apenas discutidos, donde no cabe esperar valientes palabras de aliento. No quedan versos sueltos, amistades en medio de las tormentas políticas. Los historiadores se encuentran hoy con un entorno de represión rediviva, de pérdida de humanidad y de identidades inflamadas. El objeto de su estudio renace en perfecta forma porque la revolución, es decir, la guerra, es el fuego que nunca se apaga.

Recordemos el final de la escena. Habíamos dejado a Grant patidifuso, a los pies del braquiosaurio. Ahora, le fallan las piernas y tiene que sentarse. A lo lejos, más dinosaurios iluminados por el sol. Alan Grant musita: “era cierto; van en manadas”. Tal cual.

* Columna publicada el 6 de febrero de 2018 en El Diario Montañés

miércoles, febrero 07, 2018

Sí, quiero*



¿Cuántas veces ha pasado? No es extraña la anécdota que revive siempre en hogares ajenos, como si la distancia permitiera la indiscreción sobre el mantel limpio y la vajilla buena. “Era algo sabido”, se repite hoy, como si en la propagación del chisme hubiera razón y belleza. “Fue una pasión irrefrenable. ¡Cómo se miraban!”. Las frases continúan exhibiendo una doble cualidad. Por un lado, el orgullo de quien conoce el relato y lo difunde; por otro, ese resto de piedad, de melancolía, en un emisor que, quizás muy en el fondo, sabe de lo injusto del desenlace: el amor (acaso la aventura) concluyó en el tedio, forzado ante el altar para evitar el escándalo. Para nosotros, seres modernos, una boda es una fiesta, una recargada simplificación de sentimientos que se comparten en un trámite más o menos hortera. Ojo, no es una crítica. Puede apetecer porque, afortunadamente, ahora hay otros caminos.

Pico una de rabas en Santander con mis amigos G. y D. Hablamos de esto y de aquello; de la vida adulta, que ya es inevitable, y del futuro frágil que se nos propone en todos los ámbitos. Raramente estamos de acuerdo en las conclusiones, pero los debates se enmarcan en reuniones apacibles, con el vaso en la mano, como acostumbran las personas decentes.

Decimos, eso sí, que, en nuestro tiempo, hay un abismo entre la toma de conciencia de un problema y su posible solución. Temas como la igualdad entre hombres y mujeres, el medio ambiente o el desempleo pasan por un irremediable filtro mediático que los convierte en otra cosa, mucho más respetable y adecuada para la inmediatez del consumo. Podría parecer que la estrategia consiste en depurar los asuntos, borrando las dudas y los matices.

Una vez la complejidad ha sido eliminada, irrumpen la demagogia y los militantes políticos. Poco importan ya los datos o los procedimientos judiciales, la investigación científica y las pruebas. La verdad (o su sombra) apenas se intuye en el enfrentamiento entre grupos. Esta conclusión en el más obsceno sectarismo nos convence de que hemos perdido la posibilidad de encontrarnos en otros espacios. Los discursos son hoy a los problemas lo que las bodas eran al amor: traducciones obligadas, siempre incompletas, del mundo; moldes que rebosan de propaganda para la conquista del poder.

El ciudadano acaba de morir y, en su lugar, se alzan colectivos implacables y dogmáticos que estrechan los territorios de expresión públicos. El desacuerdo es, sencillamente, imposible frente a tantos portavoces enaltecidos por una causa. Pero hay algo más: la certeza de que esta agresividad anuncia un retroceso en la historia, una llamada al sacrificio de los solitarios (fíjense en Javier Marías o en Catherine Denueve). Resulta difícil encontrar argumentos que nos permitan comprender la política y la comunicación como herramientas benéficas. Como bodas elegidas para celebrar el amor y no para preservar la virtud de las ‘buenas familias’.

* Columna publicada el 25 de enero de 2018 en El Diario Montañés