- Sinceramente, no sé qué se traía mi padre con “La Negra”. Recuerdo bien nuestros paseos, siempre al atardecer. Papá le decía a mamá: “cojo al chico y nos vamos”, y ahí que nos montábamos en la vieja ranchera y enfilábamos hacia el barrio negro. Nunca supe lo que se cocía, ¿me entiende?; era todo como un gran secreto del que no se hacía mención. Nos bajábamos del coche, y yo me sentaba en aquel porche descuidado mientras mi padre y esa anciana negra conversaban durante horas. Luego, simplemente, cuando el cielo comenzaba a oscurecerse, papá se levantaba, estrechaba la mano de nuestra misteriosa anfitriona y me llamaba para irnos. Todo este asunto comenzó a parecerme extraño al hacerme mayor; de niño, no me preocupaba: sólo era otro sitio donde jugar. Un día, sin mayor explicación, dejamos de ir. Nunca se habló de “La Negra” en casa. A veces, cuando llegaba la tarde, le preguntaba a papá: “¿Hoy no vamos a ver a la señora?” Y él y mamá se miraban y no decían nada. Poco antes de irme a la universidad, me senté en el salón junto a mi padre y le pregunté directamente sobre nuestras extrañas visitas. ¿Quién era esa mujer?
- ¿Y qué le contestó?
- Nada. Se acomodó en su sofá y sonrió. “No es asunto tuyo”, dijo. Y a otra cosa.
- Pues sí que es extraño…¿No intentó ir usted mismo a la casa de la mujer?
- Sí; durante unas vacaciones de verano seguí el camino que recorríamos mi padre y yo. Llegué hasta una casa deshabitada, medio derruida. No había casas alrededor. Anduve un buen rato buscando a alguien que pudiera conocer a esa mujer. Pero nadie parecía interesado en contestar a las preguntas de un blanco desconocido.
- ¿No volvió a interrogar a sus padres?
- Mi madre había muerto años antes y mi padre se dedicó a viajar por el mundo tras vender nuestra casa. No tengo noticias de él, salvo un par de postales por Navidad. La conclusión que saco es que mis padres, quizás, eran consumidores de algún tipo de droga que les suministraba “La Negra”, y mi padre iba allí a aprovisionarse. Pero no sé. No recuerdo que la mujer le entregara nada y estoy casi convencido de que volvíamos a casa con las manos vacías. Por lo tanto, asunto zanjado.
- Vaya…La verdad es que es jodido.
- Y tanto.
- Esa historia le deja a uno inquieto.
- Sí.
- ¿Me deja invitarle a otra cerveza?... ¡Mike, dos más!
Se hacía tarde. La luz de la calle iba decayendo. Rayos rojos de atardecer atravesaban las ventanas del bar de Mike. Los dos hombres mantuvieron un silencio reflexivo, mientras miraban sus copas vacías. Mike sirvió dos cervezas.
- ¿Sabe?, creo que ese es el tipo de historias que pueden dejarle incompleto a uno; que, al final, se agarran ahí dentro y no se van. Sobre todo la falta de explicación, ¿sabe usted? Que sea prácticamente imposible sacar nada en claro.
- Sí. Eso es.
- Joder…
Terminaron sus cervezas y se levantaron. Ya era de noche cuando salieron del bar. Hacía calor. No se pusieron las cazadoras. Anduvieron en dirección oeste.
- La muerte de mamá cambió a papá. Creo que la huida de mi padre, su interminable vuelta al mundo, se debe a que nunca fue capaz de encontrar una razón para tanto dolor.
- De alguna manera, su duda sobre “La Negra” es comparable…
- Sí. Necesito conocer cada detalle de la vida de mis padres, cada muesca de cotidianidad que han dejado. “La Negra” es la pieza perdida.
- Apenas sabemos nada.
- Ni sabemos ni podemos conocer. Queda el silencio de lo que no se explica; lo que queda suspendido en el tiempo como un muro en la memoria.
Se despiden. Mientras se aleja, Bob va pensando en “La Negra”. Recuerda sus pendientes estrafalarios, su vestido azul, la forma que tenía de saludar a su padre a gritos desde la casa. El secreto familiar, que puede no ser más que una anécdota sin importancia, un episodio sin gracia, idealizado por su enigma.
Comienza a refrescar. Piensa en recoger a Sara: saldrá de la biblioteca en un par de horas. Pueden ir a cenar o al cine. Sara…La quiere o eso cree. Se casarán el año que viene. Quiere invitar a papá, pero antes tendrá que localizarlo… Enciende un pitillo. Eso está mejor.