- No había carceleros, dices. Conseguiste escapar con determinación y hasta con parsimonia. Lo recuerdo bien. Pasaste de la aventura al progreso. No te culpo. Imagino una tierra sin ti. Definitivamente hay mucho dolor en tu descanso, pero también alivio. Has mandado a tus ejércitos a refrescarse a mi casa. La bondad que te manifiestan me enternece. Yo no puedo tanto.
No alcanzo la infelicidad industrial. Todo es nuevo, poderosamente genuino. Y de ahí el escalofrío o la risa floja. La casa a oscuras, la curva iluminada por la tenue luz y su creación de sombras que amenazan. La mirada siempre placentera (o perversa)…
O perversa.
Pero voy poco a poco. Investigo la razón de mi inocencia. Trato de enterrar mi nombre bajo tu paz, bajo tu plan. Siempre el plan escrito. Te han convertido en imagen. ¿Dónde queda ahora tu fe, tu Palabra? Becerro dorado, limpia tu espíritu. ¿Estoy siendo injusto?
Dímelo. ¿Lo estoy siendo?
Hay una obligación mayor que el amor al prójimo.
Esa obligación no es razonable.
Pero salva.
¿Y si no salva? ¿Quién conoce tu rostro y no muere?
Si abandono a los cerdos y vuelvo a tu casa y no queda nadie
y es el final pero un buen final, que es lo correcto.
Dime, ¿qué, entonces? ¿Qué, más allá del bien y su elección?