Estábamos ella y yo haciendo lo que se supone que se hace en estos casos: protegidos de la vista de los curiosos, emboscados tras un matorral lo suficientemente alto, pasábamos las horas muertas inspeccionándonos detenidamente. Nos zambullíamos en la tarde, sin darnos cuenta. La felicidad era algo parecido a aquello. El parque, en explosión primaveral, y una brisa cálida para romper el recuerdo del invierno. Aún ahora, casi diez años después, los momentos agradables vencen a la melancolía en mi memoria.
El caso es que ella y yo, aprovechando un descanso en la oficina, bajamos al parque y nos dedicamos a lo nuestro, sin hacer caso de nadie. Y en eso estábamos cuando apareció el muchacho.
Apareció de pronto, seguido por un grupo de agentes de policía que, sin embargo, no lo vieron refugiarse tras nuestro matorral. El chico, de unos veinte años, nos hizo señales, suplicando que mantuviésemos la boca cerrada. Pero ella, casi inmediatamente, saltó fuera del matorral, y comenzó a llamar a los policías. La muy traidora. Y ahí que se llevaron al pobre chico esposado.
*
La guerra estalló unos meses más tarde. El joven era uno de los muchos conspiradores que atestaban la ciudad. Lo que comenzó siendo casi una travesura de unos cuantos chiflados, acabó por convertirse en una cruenta guerra civil. Como a otros muchos de los detenidos en los albores del conflicto, el chico al que ella delató fue fusilado tras un juicio rápido.
Gracias a Dios, el gobierno pudo restablecer el orden y en un año la guerra había terminado. Pero el asunto que quiero tratar es el de mi último encuentro con ella, un par de semanas después de concluido el conflicto. Recuerdo que quedamos en la cafetería del Hotel Plaza que, por ser el hotel destinado a la prensa extranjera, fue respetado en los bombardeos. Acudí temprano a la cita. Las calles presentaban un aspecto patético, roídas por las bombas. Muchos ciudadanos trataban de recuperar sus pertenencias de las ruinas y algunos niños (evidentemente huérfanos) eran recogidos por los servicios sociales.
Ella me esperaba leyendo el periódico. Me senté a su lado.
- Mucho tiempo-, le dije.
- Sí, mucho tiempo.
Ahora se la relacionaba con uno de los mandamases del gobierno, un tipo ruin, un lacayo del Presidente.
Aún me sobrecogía estar a su lado. Me miró a los ojos.
- ¿Cómo te va la vida?
La tarde cayó sobre nosotros sin darnos cuenta. Conversamos de esto y de aquello, recordando nuestros buenos momentos.
Se hacía tarde. Ella dijo que debía marcharse, que la esperaban en el teatro. No pude resistirlo más.
- ¿Por qué delataste a ese pobre chico?
Ella sonrió y bajó la cabeza. Recogió su bolso y me dio un beso en la mejilla. Estuvo unos segundos en silencio, observándome.
- Porque era un conspirador-, dijo finalmente.
Se marchó. Yo no me fui enseguida. Permanecí aún un buen rato sentado, jugueteando con un mondadientes, pensando en ella y en la ciudad en ruinas. ¿Cuál será la próxima sorpresa? Salí a la calle. Anochecía. El problema era yo, por supuesto. Anduve las calles semidesiertas, sólo ocupadas por grupos de voluntarios que limpiaban la ciudad de escombros. Lo había estado pensando mucho tiempo, pero algo dentro de mí rechazaba toda posibilidad de hacerlo. Aquella noche, sin embargo, con la luna proyectándose sobre el río, apoyado yo en el puente, tomé la decisión: me inscribiría en el Partido.
Pero antes debía colaborar. Me acerqué a un grupo de voluntarios y me uní en su labor. Nos pasábamos grandes bloques de piedra en cadena. Me sentía mejor. La sirena de un coche de la policía sonó a lo lejos. Tuve que hacer un esfuerzo y no gritar.