lunes, junio 30, 2008

Otra Filosofía

El local, atestado, era un rugido permanente. Las mesas ocupadas y la gente esperando su turno para sentarse. El humo y el ruido de cristal de botella chocando contra los vasos. Las mujeres sonrientes, los muchachos, a su modo, felices de encontrar ese cómodo lugar de vino y comida en abundancia. El sudor de un calor confortable.

Y, en un momento, al subir las escaleras hacia los servicios, dos hombres, pitillo en la boca, las manos en los bolsillos, miraban al suelo con nerviosismo. Casi susurrándose, pero alcancé a escucharlo:

- Podrías empezar por dejar de acostarte con mi mujer.

El puñetazo, que me parecía inevitable, nunca llegó. Incluso me pareció que uno de los dos se reía, con una de esas risas que mueren en un leve golpe de tos.

Regresé a mi mesa tras cumplir con la naturaleza. Observé que los dos hombres compartían, con un grupo amplio, jarras de cerveza. No intuí gestos de enfado.

Luego ella me susurró algo relacionado con el mar, un barco de vela y su casa de la playa. Y ya no presté atención a aquellos dos.

Hoy he vuelto a pensar en ello cuando me he despertado y el desayuno no estaba listo y las sábanas seguían limpias.

jueves, junio 26, 2008

El Fascismo

Estábamos ella y yo haciendo lo que se supone que se hace en estos casos: protegidos de la vista de los curiosos, emboscados tras un matorral lo suficientemente alto, pasábamos las horas muertas inspeccionándonos detenidamente. Nos zambullíamos en la tarde, sin darnos cuenta. La felicidad era algo parecido a aquello. El parque, en explosión primaveral, y una brisa cálida para romper el recuerdo del invierno. Aún ahora, casi diez años después, los momentos agradables vencen a la melancolía en mi memoria.
El caso es que ella y yo, aprovechando un descanso en la oficina, bajamos al parque y nos dedicamos a lo nuestro, sin hacer caso de nadie. Y en eso estábamos cuando apareció el muchacho.
Apareció de pronto, seguido por un grupo de agentes de policía que, sin embargo, no lo vieron refugiarse tras nuestro matorral. El chico, de unos veinte años, nos hizo señales, suplicando que mantuviésemos la boca cerrada. Pero ella, casi inmediatamente, saltó fuera del matorral, y comenzó a llamar a los policías. La muy traidora. Y ahí que se llevaron al pobre chico esposado.

*

La guerra estalló unos meses más tarde. El joven era uno de los muchos conspiradores que atestaban la ciudad. Lo que comenzó siendo casi una travesura de unos cuantos chiflados, acabó por convertirse en una cruenta guerra civil. Como a otros muchos de los detenidos en los albores del conflicto, el chico al que ella delató fue fusilado tras un juicio rápido.
Gracias a Dios, el gobierno pudo restablecer el orden y en un año la guerra había terminado. Pero el asunto que quiero tratar es el de mi último encuentro con ella, un par de semanas después de concluido el conflicto. Recuerdo que quedamos en la cafetería del Hotel Plaza que, por ser el hotel destinado a la prensa extranjera, fue respetado en los bombardeos. Acudí temprano a la cita. Las calles presentaban un aspecto patético, roídas por las bombas. Muchos ciudadanos trataban de recuperar sus pertenencias de las ruinas y algunos niños (evidentemente huérfanos) eran recogidos por los servicios sociales.
Ella me esperaba leyendo el periódico. Me senté a su lado.

- Mucho tiempo-, le dije.

- Sí, mucho tiempo.

Ahora se la relacionaba con uno de los mandamases del gobierno, un tipo ruin, un lacayo del Presidente.

Aún me sobrecogía estar a su lado. Me miró a los ojos.

- ¿Cómo te va la vida?

La tarde cayó sobre nosotros sin darnos cuenta. Conversamos de esto y de aquello, recordando nuestros buenos momentos.
Se hacía tarde. Ella dijo que debía marcharse, que la esperaban en el teatro. No pude resistirlo más.

- ¿Por qué delataste a ese pobre chico?


Ella sonrió y bajó la cabeza. Recogió su bolso y me dio un beso en la mejilla. Estuvo unos segundos en silencio, observándome.

- Porque era un conspirador-, dijo finalmente.

Se marchó. Yo no me fui enseguida. Permanecí aún un buen rato sentado, jugueteando con un mondadientes, pensando en ella y en la ciudad en ruinas. ¿Cuál será la próxima sorpresa? Salí a la calle. Anochecía. El problema era yo, por supuesto. Anduve las calles semidesiertas, sólo ocupadas por grupos de voluntarios que limpiaban la ciudad de escombros. Lo había estado pensando mucho tiempo, pero algo dentro de mí rechazaba toda posibilidad de hacerlo. Aquella noche, sin embargo, con la luna proyectándose sobre el río, apoyado yo en el puente, tomé la decisión: me inscribiría en el Partido.
Pero antes debía colaborar. Me acerqué a un grupo de voluntarios y me uní en su labor. Nos pasábamos grandes bloques de piedra en cadena. Me sentía mejor. La sirena de un coche de la policía sonó a lo lejos. Tuve que hacer un esfuerzo y no gritar.

jueves, junio 05, 2008

Jerusalén

E. se abrochó su chaqueta negra sobre la camisa negra. Luego, se calzó sus zapatos negros. Miró al espejo. Sin apartar la vista, recogió el peine y domesticó su rebelde cabello, peinándolo hacia atrás. Su figura presentaba un aire adusto, respetable. Sonrió. Esta vez ya no había vuelta de hoja. Tomó su caja. Descolgó el teléfono y salió de la casa.

Cruzó un par de calles, con la caja bajo el brazo, sin mirar a nadie. Lo había dispuesto todo con cuidadosa frialdad. El sol del mediodía parecía vengarse de su determinación; pero E., orgulloso, mantenía firme el paso, cuidando de que no tropezar con algún conocido.

“Sobre todo, mantener la mirada en el suelo”, se decía, sudando cada vez más. “Es fundamental llegar antes que ella”. El parque ya se veía a lo lejos.

De pronto, sintió una mano posarse sobre su hombro. Se giró. M., el poeta, el literato, lo miraba burlón tras unas modernas gafas de sol.

“Pero, hombre de Dios, ¿qué haces de esta guisa?”

Los dos hombres se sentaron en una terraza. M. se quedó mudo cuando E. le hubo contado sus planes. “Es una locura”, acertó a decir.

“Ya sabes, me he esforzado en crearme una gran melancolía”.

“Y lo has conseguido”, añadió M. “No era necesario”.

“Es verdad”.

Se estrecharon la mano. M. se quedó observando cómo se marchaba su amigo, calle arriba, cargado con su caja. Un hombre de tanto talento. ¿Cómo era posible? Le llamaron al teléfono móvil, y ya no volvió a pensar en ello.

E. se estaba cansando. La interrupción de M. le había hecho perder demasiado tiempo. Entró corriendo en el parque. Ella ya lo esperaba sentada.

“Lo siento, Julia”.

“Sí, creo que lo sientes”.

“Es verdad”.

“Que sí”.

“Tú ya sabes que yo no tengo uso”.

“Ya lo sé”.

E. intentó tocarla. Ella se apartó. Los dos se quedaron en silencio. E. jugueteó unos instantes con su caja. Julia lo miraba de reojo.

La oscuridad rescató el frío al atardecer. E. y Julia seguían sentados, uno al lado del otro, sin más ocupación que ver pasar a la gente.

“Se está haciendo tarde, y tengo frío. Me voy a casa”, dijo Julia, levantándose. Besó a E. en la mejilla y se marchó.

E. aún permaneció un rato sin moverse. Cuando se sintió preparado, tomó su caja y saló del parque.

Era noche cerrada cuando llegó a la Plaza. Los turistas se agolpaban para subir a la torre y no reparaban en él. E. se apartó un poco para admirar la construcción. La modernidad de la torre chocaba con su evidente frialdad. Nadie parecía darse cuenta. Desde arriba, se podía disfrutar de las vistas más impresionantes. E. no había subido nunca. Tampoco le importaba.

Unos niños le sacaron de su ensimismamiento con sus gritos. E. les lanzó una mirada de odio y se agachó para abrir su caja. Sacó de ella un sombrero negro y se lo puso. Su aspecto de predicador o pistolero asustó a los niños, que huyeron despavoridos. E. pensó entonces en Julia y en M. Y en todos los mundos posibles que se han perdido para siempre desde que tomó su decisión.

El griterío iba en aumento. Con parsimonia, E. se abrió paso entre la multitud. Colocó la caja bajo la torre. Y se subió encima. Su ya alta estatura resaltó aún mucho más. Pudo ver los alrededores, plagados de visitantes, turistas y comerciantes de toda condición. Respiró hondo. No debía confiarse. La astucia de sus demonios trataría de empujarle a desistir, a volver a casa con el rabo entre las piernas. No lo conseguirían. Tanto tiempo banal alimentado de una esperanza sin objetivo. No quería llorar. Ahora se sentía más vivo que nunca. Cerró los ojos y los volvió a abrir enseguida. Algunas personas habían ya reparado en él y esperaban alguna acción por su parte. Había llegado el momento. Tomó aire.

“¡La guerra!, ¡LA GUERRA!”, exclamó.

Nadie lo oyó desde lo alto de la torre. Los de abajo le tomaron por un loco.