Cristina se levanta y palpa su trasero húmedo, sus pantalones. La botella de Coca Cola ha rodado lejos, los huevos no se han roto. La bolsa de plástico, en su postura extraña, ha mantenido casi intacto el contenido. No había nada frágil, excepto los huevos que han aguantado el golpe. La pasión ha desbaratado la tarde. Ya es atardecer. Ahora el día es irrecuperable. El joven trabajador (¿tan joven es? ¿Veinte? ¿treinta?) de Parques y Jardines se abrocha el mono mientras observa pícaro a Cristina. Ella se pone a recoger las cosas. Sigue el rastro de la botella rebelde y la introduce en la bolsa. Ahora el espacio que llenó el sol, casi juzgando la escena favorablemente, se debate contra la oscuridad. ¿Cuál fue el inicio? ¿Una mirada más fija que otras? Luego los arañazos, el brazo que detenía (¿detenía realmente?) el torso desnudo del trabajador de Parques y Jardines que forzaba el tacto, o era simple deseo. Cristina no lo tiene claro. O lo tiene un momento, pero luego se relaja y observa las hojas, el pequeño claro entre arbustos que ha sido testigo de su indiscreción. Ya casi no se distingue el rostro del otro. Sigue vistiéndose lentamente, sin duda para crear en Cristina la incomodidad que trae la culpa. No dice: “Repitamos”. Eso estiraría la tensión hasta el borde de su aguante. Se contenta con mirarla recoger las cosas. Cristina no se quiere marchar primero. El joven trabajador de Parques y Jardines que, no obstante ha descuidado su labor por un no tan breve tiempo, teme la reprimenda del jefe. Ya pronto no quedará luz para trabajar. “Me marcho, guapa”. Cristina en ese momento está proyectando pensamientos inocentes. De infancia perdida, una leve inconsciencia quiere apoderarse de ella. “Con la inconsciencia llega la sonrisa”, piensa. No, las uñas no las usó para defenderse. No golpeó ni fue golpeada.
Cristina camina las calles familiares. Son caras conocidas, esquinas muchas veces pisadas. Esta vez elige no variar. No alza la vista ni observa los tejados (que suelen ser desconocidos), las cornisas, las macetas, que son siempre posturas extrañas de un mismo espacio. Hoy quiere conservarse, caminar el camino básico, saludar o no al vecino, saltar la baldosa o tragarse la raya. Desde que marchó mamá, Cristina quiere conservar plano su pecho, estrecha la cadera. Quiere ser Cristina y no la mujer. O no ha querido hasta esta tarde. Y sale la primera estrella de la noche y llega a casa.
El padre está leyendo su periódico, rodeado de libros y periódicos. No levanta la mirada al oír la llave en la cerradura. Sólo lo hace cuando entra luz con el que entra.
- ¿Raquel?
- No, papá, soy yo.
Siempre ese deseo ingenuo del regreso de su mujer ausente, de su esposa huída. El padre conoce su debilidad y no dice nada. Cristina le quita importancia al asunto. Cambia de tema. Las persianas bajadas y la única lámpara de pie encendida en la casa es la que ilumina al padre. Cristina se lo queda mirando desde la penumbra. El padre hace un esfuerzo por distinguir gestos en su hija.
- ¡Ay, Cristina!
- ¿Qué, papá?
La noches transcurren fácilmente en este hogar paralizado por un acontecimiento; o por la lectura que se ha sacado de un acontecimiento. Cristina no piensa mucho en eso. Simplemente cree que la primavera es siempre la misma, las estaciones se suceden unas a otras y no hay cambios. La casa es la misma, acaso un libro nuevo, un cuadro, los programas de televisión. Pero el mismo desorden premeditado, los mismo productos de cocina, el olor a cerrado. Cristina suspira mientras parte la cebolla. Hoy, tortilla. Porque la tortilla es el sabor de la noche. De esas noches de padre e hija en casa.
Las mañanas son distintas porque los sonidos de la calle, el desfile de los viandantes es caótico, aún cuando ocupan un mismo espacio en sus recorridos. Cristina admira la nueva camioneta detenida frente a su portal, o reconoce a la vecina de arriba aun con un vestido nuevo estampado. El padre no está por las mañanas. Ya se ha ido cuando su hija se despierta. Cristina se ducha, entonces, y desayuna. La leche está junto a la taza, como siempre. Incluso el pan (el mismo trozo, un corte igual) y la mantequilla. Cristina se marcha al instituto.
La joven debe pasar por el parque camino de clase. Quiere ser madura. Pasará sin importarle lo que pueda decirle el joven trabajador de Parques y Jardines. Es más, lo ve a lo lejos y cambia su rumbo para cruzarse con él. El joven apenas la reconoce. La saluda, finalmente (y ya cuando es inevitable) con un leve movimiento de la cabeza. Cristina quiere pensar: “Maldito violador”. Pero piensa: “No me reconoce, no le importa”. Pero ambos pensamientos son absurdos: eso lo admite Cristina acto seguido. Se mira las manos, las uñas largas, y cuidadas, que no sirvieron para pelear, pero tampoco para amar. Se quedaron sobre los dedos sin labor alguna, siguiendo las torpes caricias sobre la espalda del currante.
Cae de nuevo la noche. Es muy tarde pero no tanto como el día anterior. Cristina pasa de nuevo por el parque pero su joven cuidador no está. ¿Cristina quiere que esté? La chica (quince años casi) avanza por entre los matorrales, de vez en cuando tropieza con algún perro bravo. La noche es otra, pero Cristina no distingue. Puede ser la misma noche. Palpa su trasero seco y se pregunta si alguna vez fue húmedo, si mamá volvió anoche y juntas fueron al parque y se pasaron las horas saltando y jugando y revolcándose en la hierba húmeda por la helada. Y está mamá en casa. Y papá con ella. Vuelve el camino caminado, la misma postura invariable…