Estaba el cielo como para esperar a Barbara Hershey tras cualquier esquina. Estaba el cielo ochentero y neoyorquino. Faltaba (¿o no?) Michael Caine, envuelto en una gabardina rancia. Miré por la ventana y me di cuenta de la mutación paisajística. Siempre he pensado que para cada época existe una luz que le es propia, como lo es cada generación que la habita. Es una sospecha sin fundamento, pero que dota de razón al pasado. Lo justifica. Para mí es suficiente. Vuelvo sobre ello de vez en cuando. La cuestión fundamental es si podemos identificar el presente con alguna promesa del pasado, vista o percibida incluso de soslayo en algún acontecimiento puntual, en alguna persona a la que se ve o en algo que se piensa. No hay lugar para intuiciones de ese tipo. Ahora es mejor así, un peso que se nos quita de encima. Hoy los coches pueden avanzar sobre los charcos, mientras las madres dan la merienda a los niños. Y cada acto muere en sí mismo. “Siempre ha sido así, hombre”. Que sí, que ya lo sé.
jueves, julio 22, 2010
Ni Siquiera La Lluvia
lunes, julio 05, 2010
Paz
De nuevo, y sé perfectamente que no por última vez, voy a hablar de mí. Y es que, como buen tímido, soy también un exhibicionista y gusto (tal vez necesito) de la dosis cotidiana de autobombo o de justificación para mis actitudes e inclinaciones. Yo soy así (este “yo” no va a ser el último del texto).
Cuando tenía quince o dieciséis años y era un maniqueo de libro y frecuente ladrador contra lo que se me aparecía como el colmo de la imposición ideológica (las clases de Religión en mi cómodo y no poco siniestro colegio concertado), e incluso batallaba sin descanso a favor de la izquierda (perdón, quise decir LA IZQUIERDA), con la eterna pregunta en los labios cuando me hablaban de un escritor o intelectual cualquiera: “Sí, pero, ¿es de izquierdas?”, encontré en la biblioteca familiar un ejemplar de “El ogro filantrópico”, de Octavio Paz. Lo pregunté, no se crean: “Pero, vamos a ver, ¿es de izquierdas?”.
La respuesta (“No exactamente, pero es un intelectual muy fino”) me animó a leerlo. Una lectura fundamental en mi vida. La he recordado recientemente y he rescatado de nuevo el libro de la estantería. Ya no me resulta tan luminoso como antes, porque Paz (al menos el Paz de 1978, año de la publicación del libro) me parece ahora más superficial y con un excesivo celo por no presentarse como un reaccionario; pero puedo decir que su formulación central ha sido la que, a partir de su lectura, ha nutrido mis opiniones sobre política. A saber, Paz se centra en los siguientes puntos:
1) Crítica del Estado como organismo con evidentes (y casi ineludibles) tendencias burocráticas.
2) Crítica del “Socialismo Real”, de la URSS y de los demás países de su órbita, así como de las dictaduras que se habían impuesto en su época en diferentes países bajo la bandera del marxismo-leninismo.
3) Crítica a intelectuales complacientes con la URSS que negaron hasta que no les quedó más remedio la existencia de Campos de Concentración.
4) Defensa de la sociedad pluralista y democrática frente a las tendencias totalizantes.
5) Defensa de la libertad política como condición imprescindible para una sociedad justa.
Aceptando el hecho de que sus críticas a los sistemas totalitarios del “Bloque del Este” respondían a una necesidad coyuntural, creo que pueden sacarse conclusiones generales para nuestros días. Sobre todo, el desprecio hacia la “libertades formales” que muchos acompañan con una invocación del Estado como plausible corregidor de desmanes económicos y políticos. En definitiva, la perdida de “fuelle” de la idea del Estado de derecho frente al Estado político fuertemente armado e intervencionista.
Me he excedido en explicar algo que no quería, pues pretendía que mi texto fuera más lírico en la evocación de mis años mozos, más personal acaso; no tan apegado a los datos de un libro que en mi vida ha sido algo más que eso (“Pablo, ¿un punto de inflexión?” Aborrezco esa frase). Tal vez yo siempre haya querido ser Octavio Paz. Un provocador ideológico, un erudito viajero y conocedor de mil tradiciones; capaz de soltar citas y referencias sin que se me desmelenara el tupé. No sé si voy camino de serlo. Posiblemente, no. Ni siquiera sé si es lo que quiero (o lo que puedo). Pero durante una época, al menos, me sirvió para liberarme de ataduras y prejuicios e inspiró en mí un gusto por situarme a la contra en cualquier circunstancia o discusión. Echaba de menos ese tiempo, más de ilusión de que análisis, debo admitirlo, y por ello he revisado la excelente (aunque excesivamente larga y quizás algo rimbombante) entrevista de Soler Serrano al Premio Nóbel. Nunca había escuchado la voz de Octavio Paz antes de ver este documento. Me sorprendió el amaneramiento del poeta (yo lo esperaba áspero como un Fernán Gómez o un Umbral), pero disfruté del Paz de la época de “El ogro filantrópico”, en plenas facultades.
Lo he visto como quien rescata un juguete de un cajón: feliz por el hallazgo, por reconocer aún lo que me maravilló de él, pero ya incapaz de aceptarlo como referencia vital absoluta. Ni siquiera busco algo parecido a eso. Acaso, tomar algo de su aparente quietud y equilibro y guardármelo.
jueves, julio 01, 2010
Ser Rubia
Paseaba aquella suerte de Sharapova, justo por en medio de la calle recién peatonalizada, y quizás llevara un mp3 o simplemente era feliz, pero juntaba los brazos al cuerpo y dibujaba dos ángulos rectos con las palmas de las manos, como si fueran alas. Y me di cuenta de que toda esa expresión de centralidad y de color en una calle que ya de por sí es ruidosa y se acostumbra rápidamente a las fiestas y a los títeres, sacaba a la luz lo impropio de forzar un espectáculo. Baste un ejemplo si cito “Noviembre”, la película de Achero Mañas. No es que no me guste, sino que directamente estoy en contra de las actuaciones callejeras. Tal y como yo lo veo, el arte sólo tiene sentido si se parte del consentimiento de artista y público. Detesto las “performances”. Sin ir más lejos, el fin de semana pasado, dos actores (por llamarlos de alguna manera) disfrazados de vaqueros del “Far West” irrumpieron en mi calle (la misma calle que un par de días más tarde caminara mi Sharapova) y realizaron escenas de duelos y entraron en las tiendas preguntando si vendían espuelas. Tal idiotez merecería, al menos, algún que otro insulto por parte de los viandantes pero, en mi ciudad, a lo máximo que se llega es a dibujar una sonrisa estúpida, lo que da en llamarse: “que se te quede cara de tonto”. Yo venía de comprar el pan y conseguí sortear con verdadera profesionalidad y destreza a mis “artistas”.
Pero dos días más tarde, esa calle forzada al arte (¡cuánto daño está haciendo la capitalidad cultural para 2016!), se vio iluminada por una presencia sin publicidad, sin actuación, sin mensaje ni propósito. El eterno femenino caminando, tomando casi, mi calle y nutriéndola de naturaleza intensamente sexual. Y entonces comprendí (y para mi asombro lo digerí sosegadamente) que esa mujer del top azul y los pantalones blancos era rubia. Lo que quiero decir es que esa mujer ERA (es, imagino y espero) RUBIA y personifica con gran armonía lo que la rubia representa en nuestra maltrecha sociedad. Porque, de acuerdo, algunos preferimos las morenas (o, simplemente no hacemos ese tipo de discriminaciones) pero, por favor, señores, ¡ES RUBIA! Me tomo un instante porque no sé cómo acabará este texto. Sigo (ánimo).
Es cierto que el infierno son los otros, pero el cielo también. Y he pensado en la evolución personal de esa joven rubia y la imagino escuchando frases del estilo de: “¡Oh, si parece un ángel!”, desde pequeña. Y quizás viviera con asombro (y no poca curiosidad) el cambio de niña a mujer y, con él, el paso de criatura celestial a objeto de deseo. Pienso en ella, entrando en cualquier tienda y la admiración no disimulada de los demás clientes. E imagino los rostros de los mil y un moscones, de los piropos forzados y soeces, de su triunfo, finalmente, junto a cualquier semejante. En una situación normal, es impensable relacionarla con ningún tipo de sufrimiento.
Esta joven es un arquetipo. Es rubia y bella, como un tópico cualquiera de este postmodernismo decadente. Pero la tenemos o, mejor, se tiene. Y ya ha ganado. Es mejor así, después de todo. Pero estoy enredándome en el prejuicio. Acabo.