Para A. P., que sorteó al ganado...
Yo para el agua soy muy moro. Cualquier paisaje se dignifica, se hace vida y razón con el agua. Lo demás es desierto. Lo recordé hace un par de semanas en el parque natural de la Sierra de Cebollera en La Rioja, donde una breve ruta de bosque -que parte de la ermita de Lomos de Orios- desemboca en una escueta cascada, la primera de una serie, que centra todo el sentido del camino. El agua es lo que importa. Es la causa del florecer de la civilización y la razón del descanso que proporciona su sola contemplación desde las riberas. Sólo cabe la guerra por el agua. No hay una disculpa de mayor potencia para coger las armas y rebanar enemigos. El Islam, esa religión de hombres de dunas, comprende muy bien lo que significa el agua y su escasez. Por eso el paraíso que promete su libro sagrado está bañado por ríos que fluyen incansablemente y bañan un jardín colmado de delicias. El Corán expone crudamente, entre otras imágenes a menudo cruentas, la sed del hombre; una sed incrustada en nuestro cerebro como una programación para la santidad. Es difícil no ser santo aprovechando la primavera en un bosque, junto al río. Yo soy muy moro para el agua. Debe de ser un reflejo en mis genes de la presencia de 700 años de los árabes en la Península. Supone nostalgia del Edén, no cabe duda. Y es, a la vez, quietud y movimiento. La imagen y lo imposible de fijar un instante, que siempre es nuevo, pero conserva el empaque de lo eterno... sin alcanzarlo.
Manteniendo firme la mirada en el agua
parece imposible que pueda suceder cualquier cosa, y que la gente
decida matarse o firmar una hipoteca, o cocinar, o cruzar la calle...
Debería bastar por sí mismo el instante crudo del agua fluyendo y
renovando su presencia -siempre distinta y siempre la misma- entre
las rocas, camino del mar o de cualquier otra parte. Pero hay
presente también para nosotros. Y hay futuro y pesan los años que
ya no vuelven. Y uno ha amado, y ha cometido errores. Y ya tiene edad
para echar de menos, que es lo que llamamos vida adulta. Y todo eso
le quita luz a los sentidos: un recuerdo familiar, el sabor de una
fruta...
Se abandona el lugar y la mirada vuelve
a asuntos profanos, o acaso familiares, tan pronto como la cascada y
el río van sumándose al pasado reciente. Nos preguntamos si el agua
puede decidir una resurrección. Quizás creemos que su existencia
niega la muerte y el dolor aquí, en el mundo. Luego darse cuenta de
que nada es posible, ninguna ruptura o negación, sobre la tierra.