La ciudad se ha despertado hoy casi blanca, bajo una leve promesa de nieve y una certeza aguda, furiosa, de frío europeo. Las amenazas en la ciudad, si hemos de ser sinceros, raramente se concretan en lo peor. A menudo, los avatares de la vida se suceden despacio, de forma casi imperceptible, a través de una pulcritud que podríamos calificar de burocrática. Por eso los copos (escasos y tímidos) caían lentos, como obligados, durante unos pocos segundos antes de que todo volviera al orden natural de las cosas. De esta forma ha amanecido la ciudad en la mañana del centenario; en la jornada en que su equipo de fútbol cumple 100 años.
La calle rápidamente se hace eco de un evento que
coincide con un choque liguero. Dos pájaros de un tiro. Algunos
ciudadanos se pasean pletóricos por la efeméride, vistiendo
orgullosos los colores de su club. Hay niños con balones, ataviados
con el equipaje oficial, que corretean calle arriba y calle abajo.
Otros se contentan con protegerse de las bajas temperaturas con el
gorro y la bufanda que, acompañados de un suplemento especial, dan
hoy con el periódico más importante de la ciudad. Lo más
interesante es escribir de una pasión cuando ya no se siente, cuando
los ingredientes que la hacían posible ya no existen. Hoy puede ser
un día apropiado para hacer frente a un sentimiento, más que darlo
por supuesto.
El fútbol no es un todo que pueda analizarse en
términos objetivos. La lógica, la abstracción no sirven para
deshacer los nudos de la polémica que habitualmente lo atenazan. El
fútbol es otra cosa, eso lo sabe todo el mundo. Algo que entronca
directamente con la educación del niño, con su vivencia familiar y
formativa. Habrá otras experiencias al respecto. No importa: todas
valen lo mismo.
En este deporte, como en todo, lo peor es el mimetismo,
el comportamiento gregario, violento y vulgar. El insulto, la
provocación, expuestas en un ámbito dominado por la picaresca
empresarial, el cinismo de quien pretende hacer caja con la
explotación de un sentimiento. La indignidad, como dicen, instalada
en la poltrona del poder.
Pero eso es sólo ruido. Frente a la avalancha crispada
y cotidiana, provocada por los conflictos de intereses, emerge la
verdad indiscutida, imprescindible, del hobby. Así dicho, suena a
poco, pero la imagen es poderosa: es el niño de la mano del padre,
aproximándose al estadio, tras dejar el coche aparcado muy lejos. Un
paseo de nervios e ilusión antes de un partido. Es salir muy pronto
de casa para evitar el atasco, escuchando por la radio el carrusel de
goles. Una cuestión de aromas y sabores, que golpean los sentidos
del niño al atravesar el umbral que da acceso al campo. Esa mezcla
de pipas, puros, café duro y mucho frío. Llegar a la localidad reservada,
justo cuando los jugadores saltan al césped para ejercitarse.
El encuentro, muchas veces, es lo de menos. Pesan más
los gestos de los vecinos de localidad, los cánticos. Incluso la
posibilidad de disfrutar con la calidad de algún futbolista rival.
No hay rabia, ni odio. Son dos horas de deporte. Ciento veinte
minutos de rito dominical, con la amenaza de una nueva semana
escolar a la vuelta de la esquina. Tú y tu padre, mano a mano,
cultivando una afición común. No puede pedirse más.
Y salir un poco antes del estadio -si el partido está
decidido- para evitar la aglomeración en la vuelta a casa. Un
regreso al hogar, donde se besa a la madre, que pregunta cómo ha ido
la cosa, y desde el que se telefonea al abuelo, futbolero veterano. A
él se le hace una crónica exacta de lo acontecido. La primera
crónica de muchas que han de venir.
Son los diez, once, o doce años, marcados por el
deporte. Muchas temporadas de Primera y Segunda. Pasa el tiempo y el
rito desaparece y llegan otras ocupaciones. Y es la madre, entonces,
quien recoge el testigo del equipo, transistor en mano, apostada cada
fin de semana en el sofá para escuchar las retransmisiones. Los
lunes, las tertulias. No se perdía una. Ella, una mujer lectora,
amante de las bellas artes, presa de la pasión por un equipo de
fútbol. No es extraño, pese a lo que puedan pensar los talibanes de
una u otra orilla.
Más tarde, la UEFA, la Copa del Rey, el delantero de
Burundi silenciando una catedral. Buenos años. Gran recuerdo. La
madre ya no está. Se la llevó una enfermedad cruel y habitual,
cuando aún era demasiado joven. Su transistor no ha vuelto a
encenderse.
Esta reflexión no busca moraleja, ni pretende fijar un
dogma. Al contrario, sus motivaciones son mucho más humildes. Nada
más que rescatar la idea de la normalidad, ese fin al que todos
aspiramos, frente a lo que hoy domina: el grito, el insulto, la mafia
sin clase. Como el profeta Elías -perdónenme la referencia
bíblica- quien, asustado por la anunciada visita de Dios, creyó
reconocerlo en el fuego y el trueno, para, finalmente, encontrárselo
convertido en una suave brisa.
Reivindico, aquí, la suave brisa, aún cuando soy
consciente de su imposibilidad. El club que hoy celebra su centenario
ya no existe. Porque mi equipo era otro, y jugaba hace casi veinte
años, alineando rusos y nigerianos; pasando de golear al
todopoderoso Dream Team a bregarse en los infiernos de Segunda. Un
bloque con aroma a puro, a frutos secos, a café negro y fortísimo
de puchero. Una pasión familiar, forjada en el hogar y en la calle.
Otros niños corren hoy por las avenidas de la ciudad y
se cruzan con alguien que los comprende a la perfección. El fútbol
no es eso que dicen: no es la pasión de un pueblo, su brazo armado
en una era sin batallas, el orgullo patrio condensando en once
muchachos. Todo lo que importa crece despacio y es necesario
cuidarlo. Mucho más el fútbol, que cuenta con enemigos poderosos
que tratan de apropiárselo una y otra vez. La ciudad celebra hoy un
centenario. Extinguida la pasión, conservamos la memoria, a menudo
azuzada por imágenes de gloria y derrota, condimentada por el
recuerdo del frío y las pipas, los refrescos y la merienda del
invierno escolar. La fotografía de una madre junto al transistor y
un abuelo esperando tu llamada.