miércoles, agosto 21, 2013
«Hay que buscar nuevas fórmulas para seguir hablando de los temas de siempre»
Eduardo Mendoza - Escritor
El novelista barcelonés insiste en la necesidad de que el escritor «refleje en su obra el pensamiento y los sentimientos de su época»
Santander. La reflexión sobre el hecho literario, a cargo de un novelista que advierte de los cambios en las estructuras narrativas y en la educación cultural de la sociedad que van a producirse en las próximas décadas. Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) ha impartido en la UIMP el curso ‘Los libros que hay que leer’, dentro del ciclo ‘El autor y su obra’. Entregado a la rutina de su oficio –escribe siempre «a mano, con pluma estilográfica»–, valora la libertad del autor, en un mundo en el que vivir de la escritura será cada vez más difícil, y propone un sistema de ayudas a la creación como forma de conservar el patrimonio intelectual.
–Tengo entendido que no se siente muy cómodo en las entrevistas.
–No me gustan porque prefiero estar tranquilo antes de estar hablando con alguien que no conozco. Y, además, siempre me hacen las mismas preguntas. Pero eso es inevitable.
–Da la impresión de que hay temas que se repiten sin cesar en los medios y, por consiguiente, en las entrevistas: la crisis, los problemas identitarios, la corrupción...
–El arte de la entrevista es algo muy complicado. Buenos entrevistadores hay tan pocos como buenos futbolistas. Hay cracks y los demás son unos ‘mataos’. Es muy difícil, porque exigiría dedicar unos meses a preparar la entrevista, conocer muy bien a la persona... Como es imposible, y cada día hay que entrevistar a alguien, es natural que se recurra a los tópicos, en lo que está en la mente de todos.
–Muchos creen que el escritor tiene una relación especial con la verdad.
–Sí, parece que el escritor y en general cualquier persona pública, deben ser referentes morales. Por eso, cuando se descubre, por ejemplo, que un futbolista ha ido a un burdel, se produce un gran escándalo, cuando es perfectamente normal que siendo jóvenes y con dinero se pasen la vida en los burdeles. Que una figura pública deba dar ejemplo es una tontería muy grande. El escritor lo que debe hacer es escribir bien. Hay grandes autores que han sido personas estupendas y otros que fueron grandes canallas. No tiene nada que ver. Se espera que el escritor no sólo se pronuncie sobre todos los temas, sino que sus opiniones sean buenas, a favor de los pobres, oprimidos y las causas justas. El cariño de la gente a los escritores parece que supone una obligación de bondad que no existe.
–Theodor Adorno afirmó que después de Auschwitz era imposible escribir poesía. ¿La literatura se verá influida por la actual coyuntura económica y social?
–Yo creo que el escritor debe reflejar su realidad. Puede hacerlo abordando los temas más punteros o la guerra de Troya. Lo importante es que hable de nuestro mundo, que contribuya al debate en todas sus dimensiones. Política, pero también personal, moral, etcétera. Incluso en sus manifestaciones menos artísticas. Por ejemplo, ‘Cincuenta sombras de Grey’ es basura literaria pero refleja un momento muy especial de la mujer, que escribe y lee un tipo de obra del que antes simulaba estar alejada. Aunque no hable de lo que pasó en el último Consejo de Ministros, el escritor ha de exponer los sentimientos y el pensamiento de su época. En eso sí debe estar comprometido.
–Usted ha alertado de la metamorfosis que va a experimentar la novela en los próximos años. ¿Será un cambio de forma o de fondo?
–Precisamente, para conservar el fondo habrá que cambiar la forma. Lo que se atribuye a Lampedusa, aunque es mucho más antiguo, de que algo tiene que cambiar para que todo siga igual, es lo que debe pasar con la novela. Si seguimos escribiendo una y otra vez lo mismo, al final se perderá todo el sentido. Precisamente para seguir hablando de los temas de siempre hay que buscar nuevas formas. Creo que está pasando. Hay una novela de entretenimiento que está muy bien y ojalá dure, pero la novela importante está en plena fase de evolución, como lo están todos los medios. Por ejemplo, el cine. Ahora están cerrando salas porque el lenguaje ha cambiado y las únicas películas que aguantan son las grandes producciones con muchos efectos especiales. Todo lo demás funciona por otras vías, como la televisión o Internet.
–Ahora a la gente le cuesta más creerse la ficción. En las nuevas series de televisión, por ejemplo, los personajes ya no se dividen entre buenos y malos con tanta facilidad. Es todo más complicado.
–Es muy curioso: la televisión es muy joven y el cine, medio joven. La literatura es antiquísima y actúa como persona madura, ya un poco decadente. El cine empieza a hacerse mayor y se le notan los achaques. Es ahora cuando la televisión parece que está dando un poco de sí. Cuando reponen las series antiguas –como ‘Bonanza’ o ‘Perry Mason’– uno se queda sorprendido de lo infantiles que llegan a ser, porque el medio era también infantil. Los espectadores aceptábamos en televisión lo que no hubiéramos tolerado en literatura. Lo veíamos como quien asiste a la función escolar de los niños. Luego ha seguido evolucionando y ahora hay unas series y programas magníficos.
–¿El escritor debe mirar al mundo con una cierta distancia?
–Sí. Hay muchos tipos de autores, pero creo que el escritor es muy distinto del periodista, aunque muchas veces se solapan los dos oficios. El periodista debe fijarse mucho en la realidad, pero el escritor ha de pasar un poco de ella, porque está contando una ‘metarrealidad’, hechos que, cuanto más falsos sean, mejor van a funcionar. Utilizo continuamente el humor para recordar al lector que lo que está leyendo no debe interpretarlo en clave de crónica. Hay una tendencia a creérselo todo y de vez en cuando hay que decir: «no quieras analizarlo». Eso se consigue rompiendo el discurso realista con disparates, tonterías y exageraciones, para conservar esta forma de contar la realidad. Pasados muchos años, yo creo que una novela como ‘El misterio de la cripta embrujada’, escrita en los primeros años de la Transición, relata algo que la prensa no cuenta y las dos fórmulas (la periodística y la narrativa) son complementarias. Era necesario saber qué decía el político, pero también este otro ámbito, unido a los dibujos de Mariscal o Nazario, el Víbora y todas aquellas cosas disparatadas. El escritor ha de hacer eso.
–¿Cómo se gestó el curso ‘Los libros que hay que leer’?
–Yo ya había impartido un curso en la UIMP hace unos años. Más cómodo, porque tenía un número pequeño de alumnos y era más dialogado que discursivo. Aquel seminario sobre mi obra fue muy útil para mí porque hice balance sobre mi literatura. En esta ocasión me ha interesado hablar de mis conclusiones sobre la literatura como escritor. Es un trayecto enriquecedor por libros muy diferentes, desde la Biblia a Sherlock Holmes; de Pío Baroja a Kafka... Quería compartir estas conclusiones y oírmelas a mí mismo. Un curso de tantas horas no se puede improvisar y lo he traído todo muy elaborado. Me ha servido para releer y me ha generado algún que otro problema de conciencia al dejar fuera obras muy importantes.
–¿Se siente cómodo en el contacto con los lectores?
–Sí, en la justa dosis. No el baño de multitudes. Como dije antes, no me gustan las entrevistas en general, pero sí el contacto con entrevistadores cualificados. Igual me pasa con los lectores. Es la única forma de ver cómo se leen mis libros. Los he escrito, pero no conozco el resultado que obtendrá el lector. Las preguntas del entrevistador me resultan siempre más interesantes que las respuestas y me pasa lo mismo con las cuestiones que me hacen los que leen mis novelas. Un curso como éste me resulta muy cansado pero, de vez en cuando, me gustan las relaciones que se establecen. Me hace reflexionar. Si no, uno acaba encerrado en su torre de marfil.
–Usted le da más importancia a potenciar la creación que a los planes para el fomento de la lectura. ¿Qué teclas deberían tocarse en la sociedad para incidir en este aspecto?
–Por una parte, la educación debería ser mucho más estricta y enseñar la literatura como algo verdaderamente importante. No fomentar la lectura, sino decir que la literatura, como la filosofía o el arte, es un patrimonio, una forma de comunicarse y también una muy notable fuente de ingresos. Por otro lado, la ayuda y el fomento deberían ser a la creación. Bien están los clubes de lectura, pero no creo que el dinero público deba ir allí. Hay que apoyar al que quiere ser escritor de verdad.
–¿Cómo hacerlo?
–El mecenazgo puede cambiar la vida de una persona porque permite, por ejemplo, dejar de repartir pizzas durante tres meses y dedicarse a terminar una novela. No es cuestión de subvencionar porque acabaría por convertirse en un sistema como el soviético. Hablo de hacer un viaje o un curso. A mí me cayó una triste beca para ir a Londres un año y eso me permitió entrar en contacto con la literatura y lengua inglesas. Por ahí sí se pueden hacer la cosas. Y es muy poco dinero.
–Además, existe la tendencia a valorar que la gente lea, en lugar de preguntarse qué lee.
–Sí, hay un concepto de que lo importante es que lean. Eso no me convence. Lo importante es leer bien. No hay peligro de extinción del lector. Los libros se venden bien en cantidades nunca imaginadas a lo largo de la Historia. Un escritor mediocre puede vender 20.000 ejemplares. Balzac, Dickens y Flaubert vendían 1.500 y creían estar en la gloria. Las librerías están llenas y las editoriales son empresas cada vez más importantes.
–¿Está trabajando en un nuevo libro?
–No, ahora me encuentro en una etapa intermedia. Siempre hago cosas, pero no estoy metido en la redacción de una novela. Hay una etapa de abono y siembra y luego otra en la que se cuida a la planta. Yo aún estoy en la fase del abono.
* * *
«Doy las gracias cada día por poder vivir de la literatura»
–Uno de los aspectos que más valora de su oficio es la libertad.
–Yo la valoro muchísimo. Cada día, lo primero que hago al levantarme es dar las gracias a Dios de poder vivir de la literatura. Yo he pillado una época privilegiada. Cuando empecé a escribir, ningún autor español podía ganarse la vida con su obra, como sucedía, por ejemplo, con los estadounidenses y británicos. Debía tenerse un oficio al margen de la literatura. Nosotros hemos vivido holgadamente y algunos se han hecho ricos, gracias al Boom latinoamericano, que reivindicó a los escritores en español. Es posible que este periodo esté comenzando a descender. No sé en qué medida las descargas de Internet acabarán con la posibilidad de vivir de la escritura como hasta ahora. Yo pillé la etapa de las vacas gordas.
–¿Cuándo fue consciente de su vocación?
–Siempre, desde mi infancia. Incluso antes de saber lo que era un escritor, yo quería escribir. No me lo planteaba en términos de publicar novela, sino en imitar los cuentos que leía de pequeño. Todos los niños pasan por esta etapa y yo me quedé ahí anclado (risas). Pero nunca pensé que fuera a ser un oficio. Lo hacía a escondidas, incluso, porque en esa época ser escritor no era una cosa bien vista. La sociedad estaba militarizada. No digamos, ser poeta, que era el colmo de la cursilería. Ahora es distinto, los jóvenes hasta se apuntan a talleres literarios. La cosa se ha liberado. Pero nunca pensé en ser un escritor profesional. Yo estaba muy contento con mi trabajo, pero llegó Hacienda y me obligó a cotizar como escritor.
–¿Le gusta más escribir o leer?
–Nunca contesto a preguntas en las que se me obliga a tomar decisiones dramáticas. Pero es verdad que los escritores comenzamos imitando lo que leemos y buscando nuestra personalidad. Siempre nos queda el placer de la lectura. Somos lectores apasionados, a veces críticos... A mí me cuesta cada vez más leer novela.
–Le ve las costuras.
–Sí, ya me interesa menos lo que me están contando. Para eso ya tengo mis propias historias y mi imaginación. Pero, sin embargo, me gusta mucho leer cosas que yo no hago: la poesía, los clásicos... También novedades. No soy un fanático de la lectura. A veces prefiero escuchar música o ir al teatro. Pero sí, he sido un gran lector y la palabra escrita ha tenido siempre para mí la máxima importancia.
Fotofrafía: Alberto Aja.
Entrevista publicada el lunes, 19 de agosto de 2013, en las páginas del suplemento de la UIMP de EL DIARIO MONTAÑÉS.
viernes, agosto 09, 2013
¿De quién hablamos cuando hablamos de Carver?
Se cumple un cuarto de siglo de la muerte del poeta y narrador estadounidense, uno de los más destacados representantes del ‘realismo sucio’ y eficaz retratista de la sociedad de su país
Un vendedor de libros, de nombre Les, aprovecha una breve escala aérea en Sacramento para compartir unas horas de charla con su padre. De inmediato, sin una previa explicación, y obviando la descripción que justifique el relato, el bagaje íntimo de la familia se despliega de manera contenida pero inmisericorde en una conversación llena de sobrentendidos, centrada en desvelar un episodio particularmente bochornoso de un hogar fracturado. En resumen, un acercamiento entre dos hombres que, quizás por primera vez, se ven en la necesidad de contarse algo, de verbalizar su relación, atravesando la socialmente aceptada frontera de lo masculino. Apenas nueve páginas, perfectamente fieles a la teoría del iceberg, de Ernest Hemingway: sólo poner por escrito lo imprescindible, permitiendo que la sucesión de acontecimientos y diálogos baste para que el lector se haga una composición de lugar tanto de lo evidente, como de lo traumáticamente sumergido.
El relato, de título ‘Bolsas’, es una de las diecisiete piezas que componen el libro ‘De qué hablamos cuando hablamos de amor’ del autor estadounidense Raymond Carver, de cuya muerte se cumplen este mes 25 años. Un cuento arquetípico que combina todos los ingredientes que hicieron célebre a este padre del ‘realismo sucio’ –subgénero que enlaza con la obra de autores de la talla de Fante, Cheever o Bukowski–, uno de los más importantes y mediáticamente potentes escritores en lengua inglesa en las últimas décadas del siglo XX.
Su obra, breve y concisa, se integra fielmente en la tradición literaria de su país, a través de la exposición de la vida cotidiana de la clase media, trabajadores, parejas, matrimonios que se descomponen y familias marcadas por un acontecimiento cruel e inesperado. Carver propone una prosa más allá del sentimentalismo o la piedad, sin rastro del llamado ‘Sueño Americano’. Sus personajes huyen de la caricaturización en páginas regadas con alcohol y sueños perdidos en una cotidianidad alienada, donde la ilusión y la esperanza brillan por su ausencia. Todo bajo una sensación de amenaza, como si el relato fuera una simple introducción que prepara al lector para asumir el desastre.
Nacido en Clatskanie, Oregón, en 1938 y criado en el estado de Washington, la biografía del escritor se nutre de vivencias que más tarde utilizaría para componer sus libros. Su padre, permanentemente endeudado, ejerció los oficios más variopintos –fue recolector de manzanas, así como trabajador en un aserradero– y sufrió pronto los envites del alcoholismo. El mismo día en que un Raymond Carver de 16 años asistía al nacimiento de su primer hijo, su padre estaba en la quinta planta del mismo hospital recibiendo un tratamiento de electrochoques para combatir su adicción.
La infancia del escritor transcurrió de manera fugaz y pronto se vio obligado a ganarse la vida, también como su progenitor, en los trabajos más diversos (vendedor, limpiador de hospital, camarero...). Es entonces cuando comienza a escribir. Las obligaciones laborales le impiden afrontar voluminosos proyectos literarios y se especializa en la brevedad de cuentos y poemas.
Renacimiento
Su caída en el alcohol, sin embargo, marca el inicio de su etapa más oscura, pese a que nunca interrumpió del todo su labor creativa. El 2 de junio de 1977 toca fondo y, abandonado por su mujer y sus hijos, decide dejar la bebida. Ese mismo año conoce a la poeta Tess Gallagher, que se convertiría en su segunda esposa. Con ella compartiría sus extraordinariamente productivos diez últimos años.
Otra figura decisiva en su carrera fue el editor Gordon Lish, quien le ayudó a pulir su estilo literario y le animó a publicar sus primeros libros. Es la época en la que aparece lo mejor de su obra: los volúmenes de relatos ‘Ponte en mi lugar’ (1974), ‘¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?’ (1976), ‘¿De qué hablamos cuando hablamos de amor’ (1981), ‘Catedral’ (1983), ‘Tres rosas amarillas’ (1988) y ‘Si me necesitas, llámame’ (2001, póstumo); además de varios libros de poemas.
Su impacto en la cultura norteamericana trasciende lo meramente literario. En 1993, cinco años después de su muerte, el director de cine Robert Altman rueda la cinta ‘Vidas cruzadas’, basada en los relatos del autor.
El adiós
A finales de los años ochenta, Carver se ha convertido, por fin, en un exitoso autor, respetado por la crítica y sostenido por un público creciente. Sus imitadores se cuentan por miles y goza de una sólida reputación literaria. Fumador empedernido desde su juventud, en 1987 se le diagnostica un tipo especialmente letal de cáncer de pulmón. El 2 de agosto del año siguiente, su vida se extingue en Port Angeles, Washington. Tenía 50 años.
Desde entonces, la altura de su valor literario se confunde con la irrupción de inéditos y la propagación de polémicas entre sus herederos. Diez años después de su muerte, Tess Gallagher y Gordon Lish se enzarzaron en una agria disputa, donde ambos reclamaron ser coautores de lo éxitos del difunto. Más recientemente, en 2007, las dos mujeres de su vida publicaron sendos libros sobre su convivencia con él. Quizás todo esto resulte inevitable en un autor especializado en desentrañar lo más oscuro de la intimidad, en los traumas que pueden evidenciarse con una mirada o un breve diálogo. En esa destrucción lenta del día a día con un vaso en la mano, mientras el atardecer se posa sin que nadie se dé cuenta.
Artículo aparecido el viernes 9 de agosto en el suplemento cultural Sotileza, de El Diario Montañés. Ilustración de Álvaro Sánchez.
viernes, agosto 02, 2013
Diseccionar a Buñuel*
París, 6 de junio de 1929. Cine Estudio de las Ursulines. Lo más granado de la intelectualidad francesa asiste, expectante, al estreno de la primera película de un joven español llamado Luis Buñuel. La cinta, de título ‘Un chien andalou’ (Un perro andaluz), despliega una breve sucesión de imágenes oníricas, tercamente alejadas de la narración ortodoxa. Consciente del rechazo que puede generarse entre la audiencia, el realizador se embosca tras la pantalla con los bolsillos llenos de piedras. Su idea: lanzárselas al público en cuanto comiencen los abucheos. No tendrá que hacerlo. La película es un éxito. La vanguardia cultural de La Ciudad de la Luz adopta con entusiasmo a un nuevo creador. El exigente André Breton, sumo pontífice del movimiento surrealista, da el visto bueno al desgarro del ojo por la cuchilla, imagen arquetípica del cine.
El aragonés había concebido el proyecto junto a su amigo Salvador Dalí, antiguo compañero de juergas en la madrileña Residencia de Estudiantes. Gracias a la producción de su madre, quien colaboró con 25.000 pesetas, ambos creadores dieron forma al relato elaborado al alimón en la casa del pintor catalán en Figueras.
Fue este ambiente de cine y amistad acaso el último periodo de placidez del que disfrutó Luis Buñuel. Su nombre y su obra se convertirían, a partir de entonces, en sinónimo de escándalo. Dos de los grandes temas de su producción, la sexualidad reprimida y la opresiva presencia de la religión católica en la España de su tiempo, generarían una violenta contestación por parte de los sectores más conservadores de la burguesía, otro de sus enemigos íntimos.
Una obra, en definitiva, tan alejada de los convencionalismos que causa, al mismo tiempo, controversia y malentendidos. Uno de sus mejores amigos de juventud, Federico García Lorca, se toma eso del ‘perro andaluz’ como un ataque velado contra su persona. Tardarían años en reconciliarse.
«Adoro los pasadizos secretos, las bibliotecas que se abren al silencio, las escaleras que desaparecen en las profundidades, las cajas fuertes disimuladas», admite el propio Buñuel en su libro de memorias, ‘Mi último suspiro’, publicado apenas un año antes de su desaparición, hace ahora tres décadas. No resulta extraño. Su cinematografía indaga en lo escondido, muestra el lado oscuro, reprimido, sin una previa reformulación teórica. Lo irracional como dominante. Eso lo aprendió de los surrealistas, maravillados por la revolución freudiana de principios del siglo XX.
En sus declaraciones públicas, el cineasta se esfuerza por apartarse de la etiqueta intelectual que pretenden endosarle. Primogénito de una acomodada familia aragonesa, su biografía se funde con la de otros jóvenes de la cantera intelectual de la España de los años veinte.
La amistad, forjada con vino y verbenas, a través de lecturas, conciertos, cuadros y versos. Su memoria está poblada de nombres de altura: Alberti, Bergamín, Dalí, Lorca, Cernuda..., conforman la intimidad de un Buñuel que nunca tuvo intención de comparárseles. Sin un temprano talento literario o plástico, sus años de formación son los de un degustador de arte y libros, integrado en los círculos intelectuales de la capital.
Más tarde, Francia le proporciona una nueva patria cultural. Allí se familiariza con el oficio de hacer cine, colaborando con directores de la talla de Jean Epstein. Es en París donde penetra en el surrealismo y descubre una nueva forma de expresión creativa, a través de la cámara.
Su trayectoria es mucho más que un itinerario fílmico. Supone una lucha innegociable por la libertad. Apegado, como él mismo reconoce, a sus rutinas, no desdeña, sin embargo, ningún viaje o aventura, que lo aleje de la sordidez doméstica de una España a la que le cuesta seguir el ritmo europeo. La II República tampoco lo entiende. Su tercera película, ‘Las Hurdes, tierra sin pan’ es censurada en 1933. Buñuel vuelve a Francia y, después de la Guerra Civil, emprende el camino a los Estados Unidos y, por último, a México.
Para el crítico Ángel Fernández Santos, los tres primeros filmes del aragonés «abrieron al cine los horizontes ilimitados de la imaginación suelta, desamarrada de códigos, en plena posesión de sí misma».
A partir de entonces, Buñuel refina su propuesta, adaptándose a escenarios tan diversos como México o Francia. En 1961 vuelve a España para rodar ‘Viridiana’, cinta que se alza con la Palma de Oro en Cannes, pero que sufre, una vez más, el mordisco de la censura. Ya es entonces Luis Buñuel una leyenda viva del cine. El 1973, conquista el Óscar a la mejor película de habla no inglesa con ‘El discreto encanto de la burguesía’. Pero hace mucho tiempo que el director de Calanda huye de los focos de la publicidad.
Reverenciado por sus actores, trabaja con los intérpretes más importantes de su época. Catherine Deneuve, Jeanne Moreau, Silvia Pinal, Ángela Molina, Fernando Rey, Francisco Rabal y Carole Bouquet, entre otros, se ponen a sus órdenes, maravillados por el revolucionario concepto artístico del realizador.
Para la posteridad, la pierna de ‘Tristana’, el zurcido de ‘Ese oscuro objeto del deseo’ o la cajita de ‘Belle de Jour’. Muchos espectadores interrogaron a Buñuel sobre el contenido de esta última. Con su habitual sorna, el realizador contesta al más puro estilo surrealista. «En la caja hay lo que ustedes quieran». Toda una declaración de intenciones.
*Artículo aparecido en el suplemento cultural Sotileza, de EL DIARIO MONTAÑÉS, el viernes, 2 de agosto, de 2013.
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