Al adolescente norteño,
vecino de cualquier ciudad de provincias tocada por el mar, el traslado a
Madrid puede provocarle indisposición. No resulta extraño. Del espacio,
digamos, santanderino, amable, solitario y decadente, proclive a la ensoñación
y a la promesa, se pasa a la verdad masificada del metro o a la urbanización
irracional de todos los barrios. La torpeza, por lo tanto, es imparable. En un
principio, podría parecer que el desagradable choque de cemento y aire seco
esconde una crisis del optimismo, enquistada por quien se ve incapaz de
conservar su alma mientras sube de Sol a Callao por Preciados. Pero, hay más.
En mis últimas visitas
a la capital del reino, he ido rumiando una idea obsesiva: España es Madrid, y
Madrid es una gran exageración. Las virtudes de primera ciudad del estado, que
debería velar, desde su artificialidad, por la unión de los ciudadanos, más
allá de identidades centrífugas y tendencias folclóricas, desaparecen bajo las
garras de su fauna dirigente. Quizás, no pueda ser de otro modo. En sus plurales
entrañas se gestan seres extraños, protagonistas de un debate interminable y
pequeñas batallas con pretensión de conquistar la hegemonía. Son Esperanza
Aguirre y Pablo Iglesias, desde luego. Pero, también, Juan Manuel de Prada,
Miguel Ayuso, Hermann
Tertsch, el 15M, la Sexta, Cuatro, 13TV, las enemigas del heteropatriarcado,
Lavapiés, el Barrio de Salamanca… Hoy, lo provinciano habita en el corazón del
país. Las grandes ortodoxias. El exceso. Oremos.
Mientras pienso
en esa infección que se propaga a diario por todos los rincones del país, llego
al Tajo. Y eso es otro cantar. Si hablamos de capitalidad, lo que le falta a
Madrid, le sobra a Toledo. La ciudad del Manzanares se pretende corazón
creativo del país, núcleo de agitación y generadora de discursos. Toledo, por
el contrario, tiene la Mezquita del Cristo de la Luz, un edificio construido en
el año 999, que surge de improviso, en humilde representación de la historia de
España: una huella milenaria de la presencia musulmana en la península; de una
pluralidad forjada en conflictos y tolerancia, en guerras y exilios. En
definitiva, de un país. ¿Quién realizó la inscripción de su fachada? ¿Dónde
terminaría su simiente? Muy lejos del hogar.
A unos cuantos
metros, la catedral primada. Una estructura gótica, monumental, poblada del arte de
Goya, Velázquez y El Greco -el expolio transgresor…-. Ese empaque cultural
incomparable, que no es preciso justificar, que no necesita salvoconducto
político ni firmas de subsecretarios, pese a la -¡ay!- bofetada antijudía en forma
de mural, que reproduce el fraude del Niño de la Guardia.
Existe. Está
ahí. Como también lo está la judería, con sus sinagogas de Santa María la Blanca y del Tránsito, capaces de transmitir la nostalgia y la injusticia
cometida con el legado sefardí por una España que apostó todo por la Iglesia
Católica y ahora vaga por la historia sin identidad ni proyecto colectivo, con
millones de hijos perdidos que, sin embargo, no han olvidado a su Sefarad.
Contemplar las tumbas judías, compartir visita con grupos de israelíes que
viajan a Toledo para recuperar parte de su mundo, da sentido a la ciudad: un
pequeño pedazo de tierra castellanomanchega, erigida a golpes de cultura y
represión, de naciones derrotadas a las que, sin embargo, no puede borrarse sin
eliminar el sentido último del municipio. A saber, que su construcción plural,
cargada de rivalidad y olvido, es la única que vale la pena hoy reivindicar.
Que ese hogar, que fue de muchos, aún respira.
La inscripción,
grabada en piedra en el Museo Sefardí, preside el cementerio. La cita es del
rabino y poeta judío andalusí Moisés Ibn Ezra: “Son tumbas viejas, de tiempos
antiguos, en las que unos hombres duermen el sueño eterno. No hay en su
interior ni odio ni envidia, ni tampoco amor o enemistad de vecinos. Al verlas,
mi mente no es capaz de distinguir entre esclavos y señores”.
No hace falta
decir nada más.