No quiero ponerme piadoso,
pero, entre el terremoto de Madrid y que llueve, me he dado cuenta de lo
increíblemente bajo que hemos caído en esta posmodernidad prerrevolucionaria
que habitamos. Pienso, así, a bote pronto, en la clara superioridad intelectual
de los antiguos, que tuvieron las agallas de creer en Dios, o, como se dice
ahora, “en algo”. Desde ese estado de ánimo, alumbraron la Biblia, con su Ley,
sus plagas y sus salmos. O los evangelios de las bienaventuranzas. O el
Bhagavad-Gita, con las dudas de Arjuna. Incluso, el Corán de quien se refugia “en
el Señor del Alba”. Textos, digamos, contundentes, gigantescos en forma y
fondo.
Nosotros, que ya somos hijos
del “cuando-cumpla-18-que-elija-la-religión-que-quiera” no somos capaces de
componer nada semejante. Lo único que hemos creado para defendernos del
sufrimiento es la idea -a mi juicio, pueril- del carpe diem. Este latinajo
constituye una filosofía de vida que se termina cuando la cena te ha sentado
mal. Es decir, cuando el disfrute es el pasado.
El lenguaje alto del profeta
se sustituye hoy por la frase de Paulo Coelho o el eslogan anticapitalista. Uno
de mis contactos sube a Facebook una foto con el siguiente mensaje de un tal
Roberto Montes: “Si no eres capaz de ser feliz con poco, no lo serás con nada”.
Otro elige la imagen doméstica: “La preocupación es como una mecedora; te
mantiene ocupado pero no te lleva a ninguna parte”. Por no hablar de los avisos
contra las amistades ‘tóxicas’. Y así todo. Para echarse a llorar.
Los antiguos estaban seguros de que las
coordenadas de la vida (nacimiento y muerte) formaban parte de un entramado
retorcido y genial, lleno de furia divina y castigos a sangre y fuego. El sexo
era Sansón, cegado por Dalila y por los filisteos. O el no me toques, de María.
Nosotros hemos abusado tanto del escándalo, que ya sólo nos quedan las
cincuenta sombras de un pijo, para estimular el morbo de las señoras. Yo no sé
si tenemos razón, pero aburrido es un rato.