El invierno llega con una pose, que es
también una reivindicación tribal. Los aficionados al frío se engalanan para
asistir al descenso de las temperaturas, como si el periodo más triste
irrumpiera sólo para darles la razón. Es el argumento sórdido del hielo convertido
en alegría, de la nieve como promesa de diversión y piruetas. En realidad, lo
que se celebra durante estos meses es siempre la distancia; aquello que nos
separa de la falta de luz y de calor. Con el termómetro hundiéndose, el techo y
la manta proporcionan la seguridad de quien sobrevive un año más a la
suspensión de la vida.
Piensen en una pareja joven -con hijos y un
perro grande- en una casa en la montaña. Así funciona la publicidad, por
ejemplo, del gas natural: los niños juegan en el suelo y sus padres, descalzos,
los observan mientras beben de sus tazas humeantes. La ventana desconecta esta
escena de la cruda intensidad del frío; de los árboles, apenas distinguibles, azotados
con violencia por el viento. La familia disfruta, en ese preciso instante, de
su victoria sobre el mundo y, quizás, de la inminente apertura de alguna
estación de esquí.
Esto es lo que vemos todos los días en la televisión:
el reportero casi congelado que informa del estado de las carreteras en España.
Gozar significa alejarse del problema, enarbolar la suerte de estar a muchos
kilómetros y con calefacción. No obstante, el invierno es otra cosa. Nos cuesta
admitirlo porque ya sólo recorremos la parte mediática del camino, cuando todo
ha sido destruido o las quitanieves han cumplido su función. Como sucede con el
resto de la actualidad, también aquí ignoramos el momento de dolor, la escena
brutal de la amenaza consumándose. Son los refugiados muertos de frío en el corazón
de Europa o el madrileño que vivía en la calle y que no volvió a despertarse
junto a las Torres de Colón. El bienestar se resume hoy en la precaria
seguridad ante el infortunio. El invierno sólo muestra una de sus manifestaciones.
Lo importante es sembrar la idea de la supervivencia como un solitario
apartarse del fuego enemigo.
Durante la presentación
de su libro ‘Lluvia de fango’ en la santanderina librería Gil, Maite Pagazaurtundúa agradeció la presencia del
escolta que había protegido su vida durante los años asesinos de ETA. Aquel
hombre estaba entre el público. Yo miré con curiosidad su rostro serio de profesional
experimentado, endurecido por muchos años de trato con la posibilidad de la
muerte. La eurodiputada le dedicó palabras de cariño que el agente agradeció
con timidez. En ese momento, el terrorismo dejó de ser un tema de reflexión teórica
-representado por zonas acordonadas por la policía o concentraciones de
repulsa- para convertirse en intimidad que se comparte. Nuestra época, sin
embargo, nos propone una asunción de hechos consumados; la felicidad de estar
lejos del frío. Deberíamos elegir algo diferente.
* Columna publicada el 26 de enero de 2017 en El Diario Montañés.