Muchas veces nos ofenden las
señales de la historia porque recibimos de ellas una llamada a la quietud. Su
visión nos acompaña como aquel esclavo que, en la antigua Roma, sostenía los
laureles del ‘triumphator’ al tiempo que le advertía: “recuerda que sólo eres
un hombre”. La historia embrida a los pueblos y a las generaciones. Hoy sabemos
que la búsqueda de la pureza empapa la tierra de sangre.
Las soluciones revolucionarias
parecen obvias hasta que se confrontan con el estudio. En las comunidades
desarrolladas, las violencias son siempre equivalentes y las pasiones no
justifican el establecimiento de categorías humanas. La civilización se forja
en la sacralidad de la vida, ámbito que no debe traspasarse para alumbrar un
paraíso irresistible; este es el trato.
El terrible siglo XX sirvió -o,
por lo menos, eso creímos- para descartar las respuestas totalitarias a las
crisis recurrentes. El mundo comprobó que el nacionalismo, la movilización de
las masas, el sacrificio de chivos expiatorios y la implantación de dictaduras
contribuían al hundimiento material y moral de los países.
Por razones de edad, nosotros
no conocimos a los totalitarios en su entusiasmo juvenil. Los conocimos
decepcionados, marcados por la derrota, sí, pero “nunca en doma”. Los crímenes
cometidos en nombre de la ideología se aceptaron, en el mejor de los casos,
como un error justificable, pero sus discursos estaban desactivados por la
prosperidad de sociedades que parecían haber logrado el equilibrio entre
libertad política y oportunidades económicas. La reactivación de los mensajes
tribales aturde hoy al personal. Su éxito no era esperable en una época en la
que la información y la cultura están al alcance de un clic.
La revolución no tiene nada que
ver con la verdad, sino con el permiso para violarla. La revolución es una
fantasía dirigida contra el otro. El revolucionario ataca el imperio de la ley
desde la propaganda, igualando, por ejemplo, la legislación española con la de
cualquier país autoritario (nunca la Cuba castrista, no se vayan a equivocar).
Lo importante es negar su legitimidad, su crédito. La desobediencia no sería,
por lo tanto, un delito, sino el honor de quien desvela una trampa. Desde esta
lógica, toda respuesta del estado ante los atropellos (hoy, el independentista)
constituiría una fórmula represiva a la que resulta obligado
combatir.
El
revolucionario no distingue la España constitucional de la franquista; no le
conviene. Prefiere, por supuesto, mantener la memoria de la dictadura, su
vigencia siempre actualizada desde ‘Madrid’, y celebra el desafío institucional
más descarado que los ciudadanos hemos padecido durante los últimos cuarenta
años: el de la periferia centrífuga. Eso sí, el revolucionario no es
nacionalista (la sinceridad irrumpe donde menos se la espera). No apoya este
golpe por razones sentimentales, sino desde posiciones meramente estratégicas
que desgastan el derecho a cuyo sostenimiento en nada ha contribuido y que, por
ese motivo, más desprecia: la libertad de la sociedad abierta.
* Columna publicada el 6 de octubre de 2017 en El Diario Montañés