Salvo el miedo, nada
parece haberse conservado de la otrora brava civilización occidental. El miedo
es un rasgo evolutivo que impide, entre otras cosas, la atracción del ‘balconing’
o las negligencias incorregibles. Los temores, sin embargo, parecen
multiplicarse en la era digital, acaso provocados por la presencia cotidiana,
constante, incansable, de los otros.
Que ya nadie hable de
la libertad en los discursos públicos, ni se reivindique la autonomía
individual en la relación con los poderes, anuncia una nueva era de colectivismo
a la que ya sólo queda elegirle color. Las palabras pesan cada vez más, el
matiz se deshace antes de ser dicho para no chocar con el muro de las
militancias. ¿Miedo? Claro, mucho.
El asesinato de Laura
Luelmo, por ejemplo, ha despertado, junto a la justa ira de las personas de
bien, una querencia por el espectáculo más necrófilo: a Luelmo un miserable le
arrebató la vida, pero otros se apropian hoy de esta trágica historia con fines
propagandísticos. La pérdida de la identidad, la expropiación de los nombres
propios, privados, convertidos en munición, es un preludio de la voladura total
de la convivencia.
Ante eso, poco puede
hacer ya nadie para salvaguardar la escasa legitimidad de las instituciones.
Pervertidos por la corrupción y la mediocridad de los partidos políticos, los
fundamentos democráticos languidecen; los esfuerzos por reivindicar la
presunción de inocencia, la libertad de expresión y la posibilidad de disentir
de los mantras dominantes son en vano ante los abanderados de la
“transformación social”.
La
proliferación de portavoces políticos autoproclamados -los nuevos catequistas
de las redes-, guardianes del mensaje supuestamente más puro, siembra el
terreno público de eslóganes y campañas que dirigen el foco en un sentido o en
otro. Hay cosas que pueden decirse; elementos identitarios o sexuales que vale
la pena destacar. En definitiva, fobias bien vistas en este nuevo siglo que
prometía terminar con todas ellas. Ojalá pronto la familia de Laura Luelmo
pueda recoger su nombre como Príamo recogió el cadáver de Héctor, arrastrado
públicamente por su verdugo, Aquiles, exhibido como un trofeo o una
advertencia. Y puedan ellos, por fin, llorarla.
* Columna publicada el 26 de Diciembre de 2018 en El Diario Montañés