jueves, noviembre 28, 2019

Una historia de política*



Como la excelente película de Cronenberg, pero sin Viggo Mortensen -ocupado hoy en labores de blanqueamiento supremacista- y sin la promesa de catarsis. La de España ha sido siempre una historia de política; por lo menos la de esta España reciente, que cumple su condena en forma de larguísima y agotadora crisis institucional. Todo lo que ha crecido a nuestro alrededor en estos años últimos ha sido la política en minúscula, el debate hueco y mediatizado entre militantes. Aquí un lenguaje inclusivo o una supuesta marea ciudadana; allí, el constructor que, maletín en mano, llama a la puerta del concejal de Urbanismo. Los sindicatos, los empresarios, la federación que pide más dinero y, por qué no, el “artista comprometido” que sabe a qué árbol arrimarse. El panorama ha sido (y es) muy penoso y no hay señales de arreglo.

En esta historia de omnipresencia partidista se devora el saber y la cultura con la voracidad con la que se obvian todos los principios morales. No hay nada fuera del alcance público; a favor o en contra del sistema, como gestión coyuntural o “alternativa transformadora”, la actualidad tiene un perfil de cínica impostura. ¿Cómo pretender, por lo tanto, que de este terreno abonado con mentiras y traiciones broten posibilidades de futuro?

Del ambiente contaminado no puede nacer nada comestible. Y el personal se da cuenta a la manera española; sin escándalos ni zozobras espontáneas. El movimiento, aquí, es siempre calculado, medido por los curas de parroquias nuevas -hoy llamadas “espacios de cultura crítica”- y por los siniestros especialistas en comunicación corporativa. Sin embargo, cuando el poder dura lo suficiente, y se presume eterno, la reacción estática a sus desmanes acelera la degradación del territorio.

Fíjense a este respecto en los comentarios vertidos por los antiguos popes de la protesta antigubernamental (cuando eran otros los gobernantes) sobre la sentencia de los ERE en Andalucía: quien no le quita hierro al asunto establece tristes comparaciones entre delincuentes, como si fuera posible hallar un espacio de alivio entre cientos de millones de euros públicos quemados, por unos y otros, en casinos y redes clientelares.

* Columna publicada el 27 de Noviembre de 2019 en El Diario Montañés

lunes, noviembre 25, 2019

Bárbaros*



Hace un par de días, en plena resaca electoral -la más habitual, últimamente, de todas las resacas españolas-, evocábamos aquí una escena de ‘Las invasiones bárbaras’, película de 2003, dirigida por Denys Arcand. Esta obra, densa y lúcida, aparece hoy como un producto profético sobre el derrumbe de todas las certezas en el nuevo siglo; con mucha mayor intensidad, si cabe, que en el año de su estreno, con una guerra inminente en Irak y Occidente todavía grogui por el 11S.

La cinta de Arcand explora la quiebra de las posibilidades de transmisión entre generaciones, al tiempo que destaca la fragilidad de lo real después de la caída del Muro de Berlín. El asunto no admite discusión: la distancia de creencias y expectativas entre nuestros padres y abuelos es mucho menor que la existente entre nosotros y nuestros padres. Puede sonar a intuición que se fuerza para que encaje en un artículo, pero esa distancia explica, quizás, la entrega de la sociedad contemporánea a la duda y al exceso.

‘Las invasiones bárbaras’ trata de muchas cosas, pero, sobre todo, de la sensación de fracaso, de la inanidad actual de aquellos que pretendieron un cambio en la forma de vivir y relacionarse, a partir de los años sesenta del siglo pasado, y que alcanzaron una madurez empachada de comodidades materiales. En resumen, la conclusión de biografías sin contenido.

Su argumento es sencillo: Rémy -uno de los personajes a los que ya se aproximó Arcand en la obra precedente, ‘El declive del imperio americano’- es un profesor universitario progresista y sexualmente desbocado que se muere de cáncer en un hospital canadiense. Su hijo Sébastien, ejecutivo de una multinacional en Londres, se reúne con él para acompañarlo en sus últimos días. La película refleja el abismo entre ambos; Sébastien acusa a su padre de destruir la felicidad familiar por sus querencias libidinosas y se enorgullece por haber sido capaz de construir una vida al margen de los valores paternos. Rémy, por su parte, desprecia a ese “muchachito” que gana mucho dinero pero que “no ha leído un libro en su vida”.

Habría mucho que decir sobre esta película; por ejemplo, sobre la forma despiadada y ajena a cualquier límite moral en la que Sébastien proporciona comodidad a su padre en sus días finales, o de la reconciliación entre ambos tras mucho tiempo de separación. Sin embargo, el debate queda abierto para los espectadores que podemos hacernos una idea de esa ajenidad que nace de haber alcanzado la edad adulta en la época de los saberes digitales y la actualidad desaforada. Y, por supuesto, sin ningún dios o base ontológica en el petate. Los libros que reposan en las estanterías, aquellos volúmenes de Heleno Saña, Lukács o Hauser, como los de Rémy en Canadá, nos parecen instrumentos anticuados y polvorientos que, quizás precisamente por eso, son tan necesarios. ¿Pero cómo hincarles hoy el diente?

* Columna publicada el 13 de Noviembre de 2019 en El Diario Montañés

lunes, noviembre 11, 2019

La inteligencia*



Un comentario de urgencia sobre las elecciones. Pinchando aquí.

* Columna publicada el 11 de Noviembre de 2019 en El Diario Montañés