Como la
excelente película de Cronenberg, pero sin Viggo Mortensen -ocupado hoy en labores de blanqueamiento
supremacista- y sin la promesa de catarsis. La de España ha sido siempre una
historia de política; por lo menos la de esta España reciente, que cumple su
condena en forma de larguísima y agotadora crisis institucional. Todo lo que ha
crecido a nuestro alrededor en estos años últimos ha sido la política en
minúscula, el debate hueco y mediatizado entre militantes. Aquí un lenguaje inclusivo
o una supuesta marea ciudadana; allí, el constructor que, maletín en mano,
llama a la puerta del concejal de Urbanismo. Los sindicatos, los empresarios,
la federación que pide más dinero y, por qué no, el “artista comprometido” que
sabe a qué árbol arrimarse. El panorama ha sido (y es) muy penoso y no hay
señales de arreglo.
En esta
historia de omnipresencia partidista se devora el saber y la cultura con la
voracidad con la que se obvian todos los principios morales. No hay nada fuera
del alcance público; a favor o en contra del sistema, como gestión coyuntural o
“alternativa transformadora”, la actualidad tiene un perfil de cínica
impostura. ¿Cómo pretender, por lo tanto, que de este terreno abonado con
mentiras y traiciones broten posibilidades de futuro?
Del
ambiente contaminado no puede nacer nada comestible. Y el personal se da cuenta
a la manera española; sin escándalos ni zozobras espontáneas. El movimiento,
aquí, es siempre calculado, medido por los curas de parroquias nuevas -hoy
llamadas “espacios de cultura crítica”- y por los siniestros especialistas en
comunicación corporativa. Sin embargo, cuando el poder dura lo suficiente, y se
presume eterno, la reacción estática a sus desmanes acelera la degradación del
territorio.
Fíjense a este respecto en los comentarios vertidos por los antiguos
popes de la protesta antigubernamental (cuando eran otros los gobernantes) sobre
la sentencia de los ERE en Andalucía: quien no le quita hierro al asunto
establece tristes comparaciones entre delincuentes, como si fuera posible
hallar un espacio de alivio entre cientos de millones de euros públicos quemados,
por unos y otros, en casinos y redes clientelares.
* Columna publicada el 27 de Noviembre de 2019 en El Diario Montañés