Es
posible que ocurra en otras disciplinas, pero la literatura parece
especialmente predispuesta a alimentar biografías ocultas, acaso dominadas por
un misterio indescifrable. No son pocos los escritores que atraviesan su tiempo
desde el secreto de una voz que rechazan prostituir en publicidad o en
tertulias. En la obra magna y el perfil bajo destacan, claro, Rulfo, Pynchon o
Rimbaud. Nuestro Claudio Rodríguez también sabía mucho de cómo la palabra puede
volar alto mientras el hombre participa de la cotidianidad sin pretensiones.
A
menudo, al contrario de lo que podrían pensar creadores como Artaud sobre la
necesidad de convertir la vida en un poema, la vocación literaria propone un
encuentro sencillo entre el autor y la obra; un instante -más o menos duradero-
capaz de alumbrar relatos y versos con fondo humano. Resulta complicado no
pensar aquí, por ejemplo, en Antoine de
Saint-Exupéry, autor de
‘El Principito’, cuya trayectoria parece desdibujarse en una niebla tenaz
frente a la popularidad de su novela.
Y
eso que Saint-Exupéry tuvo una vida llena de aventuras. Es conocida su faceta
de aviador en varios continentes, así como sus viajes de periodista -también a
la España de nuestra Guerra Civil- y su exilio en Estados Unidos tras la
ocupación alemana de Francia. Es famosa también su muerte, su desaparición,
pilotando en un vuelo de reconocimiento sobre las tropas alemanas durante la
Segunda Guerra Mundial.