Siempre,
en algún momento de la vida del creyente adulto, irrumpe la amenazante verdad
sobre la naturaleza exacta de la fe: el vínculo con la divinidad no se crea
desde el sentimiento o el arrebato místico, sino en el acto de la pura entrega
al otro. Si el Eterno así lo dispone, el día de Navidad de este 2020,
conmemoraremos el vigésimo quinto aniversario de la muerte de Emmanuel Lévinas,
filósofo que escribió sobre el destino del hombre como “guardián de su hermano”
y sobre la religión despojada de artefactos esotéricos.
Otra
muerte ha venido a despojar al mundo estos días de uno de sus frutos benéficos:
en Brasil, falleció el catalán (el español) Pedro Casaldáliga, sacerdote,
obispo y poeta. Su biografía describe el itinerario de muchos jóvenes, hijos de
familias católicas de gran observancia, que durante la primera posguerra
española abarrotaron los seminarios con intenso apetito de misión. Fue el caso
también de otros importantes teólogos de la liberación en América Latina, como
Ignacio Ellacuría o Jon Sobrino. Todos ellos buscaron a Dios, quizás, en los
límites del mundo; en aquellos lugares donde todos los valores se interrumpen o
relajan y en los que puede uno acabar santo por la vía rápida.
Sin
embargo, los jóvenes que abandonaron Europa para recorrer un camino de Evangelio
se encontraron de bruces con el ser humano en su expresión desnuda. De poco
valían los tinglados jerárquicos o puramente ornamentales de la religión más
ritualista entre los peligros de la muerte y la pobreza. Resultaba impensable limitar
la prédica a promesas de una lejana salvación espiritual. Las personas necesitan
alimento, higiene, justicia. No sólo de pan vive el hombre, pero pan, que no
falte. Casaldáliga y otros tantos empeñaron sus vidas y su esfuerzo en devolver
la dignidad a los desposeídos del mundo, enfrentándose, por si fuera poco, a la
incomprensión de Roma.
Casaldáliga
supo, además, acompañar su obra cristiana, católica, de una pasión literaria
que ayuda hoy a comprender al personaje. “No creo en la palabra que adultera./
Yo hago profesión de claridad”, escribía el obispo en ‘El tiempo y la espera’
(Sal Terrae, 1986), como toda una declaración de principios. No es, la suya,
una poesía enmarcada en límites académicos o forzada por la pulsión
vanguardista. Al contrario, en sus versos, Casaldáliga expresa la plena
humanidad de un proyecto religioso. “En la oquedad de nuestro barro breve/ el
mar sin nombre de Su luz no cabe”. Y concluye: “Sus manos y Sus pies de tierra
llenos,/ rostro de carne y sol del Escondido,/ ¡versión de Dios en pequeñez
humana!”.
Esta
preferencia personal forja una nueva manera de comprender la utilidad de la fe
cuando esta se aplica sobre comunidades que padecen la historia en lugar de hacerla.
En ‘Sonetos neobíblicos, precisamente’ (1996) se expresa muy claramente al
respecto: “no queremos ser dioses, sino otros./ Queremos ser y hacer hijos y
hermanos/ sobre la tierra madre compartida,/ sin lucros y sin deudas en las
manos (…) Y en los silencios de la tarde honda/ sentir Tu paso amigo por la
fronda/ y el aire de Tu boca en nuestra sien”. Pocas escenas más cargadas de
una esperanza escueta, adulta, en la redención del mundo como retorno a la
primera experiencia del Edén.
Pedro,
Pere, Casaldáliga, obispo emérito de São Fèlix d'Araguia, murió con 92 años,
tras una vida de lucha por los derechos de los pueblos indígenas de la Amazonia
brasileña. Padeció enfermedades, sufrió amenazas. Se equivocó algunas veces.
Nunca pareció ser cínico ni engañarse en la búsqueda de alternativas a su
odiado capitalismo: “Ha sido derrotado lo que llamaban el socialismo real que
no dejaba de ser una dictadura estatal”.
Con toda seguridad, el Casaldáliga moribundo no se dejó arrastrar por el orgullo de haber conquistado la plenitud de la vida. Quizás, sí por cierta impaciencia, una leve alegría al atravesar el misterio hacia esa otra parte mejor, donde poder ser sin ataduras: “cuanto menos Te encuentro, más Te hallo,/ libres los dos de nombre y de medida”. Descanse en la paz que ha merecido.
* Artículo publicado el 14 de Agosto de 2020 en El Diario Montañés