- El daño que hacen las palabras cuando se dicen de refilón, cuando no se agotan en el argumento sino que pretenden simbolizar, plasmar lealtades, a menudo, irreconciliables. En España no hay guerra civil. No hay muertos ni siquiera se oyen disparos por las calles al anochecer. Nadie pide socorro ni ha de esconderse de de los implacables sicarios tan célebres en la historia de nuestro país. Aún las amistades trasmiten paz y no desconfianza.
Pero el carácter crédulo del español (ya se sabe: “todos curas o todos a matar curas”) dispone contra la inteligencia, a favor siempre del culto personal, de la admiración por doctrinas interesadas o, más directamente, dañinas. No hay ciudadanos, eso es tan real como la tierra que pisamos, y lo saben los empresarios, y los portavoces, los voceros oficiales que, aún hoy (parece mentira) crean opinión y no metafóricamente: emiten opinión y saben cómo vestirla de lenguaje para que el pueblo la haga suya como una oración aprendida a base de repetir y sin sentimiento.
Lamentablemente, los años que han ido pasando desde la muerte del dictador de nombre impronunciable, trajeron un nuevo pensar, una nueva estética mal llamada progresista que fue convenciendo, increíblemente, a los sectores más
cool de la izquierda española, de que las ideologías nacionalistas, independentistas (en otros lugares de Europa consideradas de extrema derecha) eran parte del programa alternativo y social que debían ofrecer. Ahora callan ante la libertad que se hunde en Cataluña, ante lo grotesco del BNG en Galicia o ante la conversión de la sociedad vasca en un pueblo terriblemente calado de inmoralidad y de nazismo. Y lo que parecía a priori, imposible: convencieron a la izquierda española para que procediera a la efectiva destrucción de su país, utilizando una tras otra, toda una gama propagandista para que los españoles se avergonzaran de vivir juntos, de la historia que los había hecho caminar en la misma dirección. Esa historia (por supuesto a menudo canallesca, como la de tantos lugares) que de traer un buen mensaje de unidad de lo diferente, ha pasado a ser simple río que apedrear como costumbre.
Los nacionalismos lograron, con sus reivindicaciones, normalizar su cultura durante tantos años maltratada y silenciada. Pero las oligarquías políticas y económicas de dudoso origen y terrible meta exigieron más poder, más control, más influencia. De la manera más desvergonzada se fue aceptando el lema descentralizador como futuro libertario y democrático…y racial, ¿por qué no? Cuando sólo escondía reacción feudal. Mal asunto.
Hoy, entre las voces cada vez más altisonantes, se exige una respuesta moderada, más en línea europea (de la buena Europa) que traiga por fin aires de libertad y ciudadanía a este país tan lento en el progreso pero tan capaz de unir y resucitar de cada hueco abierto en su historia.
Pueden ser los Ciudadanos catalanes, los Savater vascos, los intelectuales honestos que no propongan la rendición y el olvido.
Y desde la izquierda, para que nadie se asuste, y desde el liberalismo, tan urgente, podremos de nuevo respirar en este país.