martes, septiembre 30, 2008

Es Que La Lluvia Es Noche

No es que atardezca,

es que la lluvia es noche:

otoño en la ventana.

Sogui (traducción de Antonio Cabezas).

Pensar los huecos del mundo como algo debido u objeto del amor que a todos nos define. Rescatar la mirada de la impaciencia que la ocupa con malos y silenciosos modos. Escapar del velo cegador (ése que cambia la luz a las formas, que repite con insistencia un mismo dolor acumulado).

El instante es inocente. Debe metérsenos en la mollera, comprenderlo del todo. Y el espacio es, pese a nosotros, mudo y no adolece de caprichos, ni es estratega de ataques, ni tiene las manos ensangrentadas. Porque la dieta que seguimos, nuestra forma de respirar no tranquiliza a las hojas de los árboles. El infantil dominio que ejercemos sobre la cafetera, los libros colocados de una determinada forma, el beso que desea darse, la fruta y su sabor sobre la lengua. Todo lo que atamos, queda atado dentro.

Un sofá confortable no existe. Es el cuerpo el que se adapta. Todo lo bueno y lo malo, este aire articulando los pulmones, este sol ardiente de vitaminas…¿no es una señal? Somos un producto de la tierra. Sólo en ella hacemos posible “ser nosotros”.

Apenas se repite y se comprende, vuelve la nube a hablarnos, a dibujarse en extrañas figuras. Vuelve a reiniciarse el ciclo.

Y ese aguante pétreo. Cerrar los ojos a lo que pasa. Imponiendo la voluntad.


En vano, en vano, en vano.

jueves, septiembre 25, 2008

La Creación

El judío (gordo y calvo) hizo su aparición. Recorrió la cafetería con la mirada, sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y secó el sudor concentrado en su frente. Resopló al encontrar a Julio.

- Pensé que no estabas- dijo- Esta gente ya me estaba mirando…

- No empieces.

- Es la verdad. ¿No te has fijado en cómo murmuran?

- Imaginaciones tuyas- Julio sorbía el té tranquilamente.

Los dos hombres sacaron sus libretas y se prepararon.

- ¿Qué quieres exactamente?

- Una explicación.

- No merece la pena.

- Claro que sí.

Julio observó a su interlocutor retorcerse en la silla.

- ¿De qué te serviría un conocimiento tan profundo? ¿Acaso pretendes bucear en esto, aun a costa de traicionar todo lo que te define?

El judío palideció y agachó la cabeza. Julio no perdió la compostura.

- Dime, ¿quieres seguir adelante?

- Sí…- murmuró el judío.

- Ahora no puedes echarte atrás- Julio sonrió. Se sentía a gusto.


*

David se apartó cuando aquellas dos mujeres judías se le acercaron. Eran amigas de su familia. Comenzaron a interrogarlo. David mantuvo durante toda la conversación una mirada inteligente, feliz, inspirando aquel aire, por vez primera suyo, sin la vergüenza de no ser digno. Mientras respondía con amabilidad a las preguntas de las dos mujeres, David pensaba en su próxima acción. Por supuesto, debía tomar las riendas del descubrimiento que acababa de hacer. No bastaba con oírlo y verlo. Debía también dominarlo, sacar de la tierra le fórmula individual que lo salvase. Salvarse;… tenía gracia. Es difícil huir de la costumbre, aún cuando se pisa el buen camino.


*

- Sara, algo va a cambiar.

Su esposa no parecía intuir nada nuevo. Eso le preocupó.

- ¿De qué se trata?- dijo sin mirarle.

- Mañana mismo me apunto al gimnasio. Voy a cuidarme. Se acabaron las ofensas.

Sara levantó la cabeza y lo miró detenidamente.

- ¿Y ese cambio?

- No es un cambio, querida; es el mundo ¿Lo comprendes? Nunca hasta hoy había visto su belleza. Lo sagrado de una piedra, lo divino de un árbol, silencioso en su quietud. Querida, yo…

- Creo que estás borracho.

- Borracho, sí; pero borracho de vida.

- Hoy hemos quedado con el rabino.

- No iré, nena. Nunca más. No me encerrarán más en su celda de odio a la tierra, al mar.

- Idólatra.

- ¡Sí! A mucha honra.


*

Se levantó al día siguiente con un venenoso dolor de cabeza. Estaba cansado. Sara dormía. Se acercó a la ventana. Tras el cristal divisó a un grupo de jóvenes jugando con una manguera. El verano era caluroso. Los observó durante un rato. La felicidad, la risa. ¿La risa de la ignorancia? No era capaz de censurar esa actitud. Seguramente eran monoteístas aún. Resultaba difícil asegurarlo. Quizás no creían en nada. Se volvió.

- Sara, te he fallado.

Su mujer se desperezó.

- ¿Qué?

- Os he fallado a todos.

viernes, septiembre 12, 2008

Escoge

Isaac se quitó las gafas y me miró fijamente.

- Las cosas están claras -dijo-. Si no te marchas, te mueres.

Asentí, pero dibujé una sonrisa burlona. Isaac no compartía mi buen humor.

- ¿No entiendes lo que te he dicho? Tus pulmones están muy dañados. El aire de la ciudad ya no te va bien. No tienes quince años. Coge a Clara y marchaos a la playa.

A mis sesenta años, no recordaba haber estado enfermo ni un solo día. Una vida marcada por el tabaco no augura un final feliz.

- De acuerdo- dije. Isaac me conocía desde niños. Sabía de mi absoluta falta de fuerza de voluntad. Salí de la consulta.

Clara, de veinticinco años, mi secretaria (y amante ocasional) no lo dudó:

- Si Isaac te dice que nos vayamos, nos vamos.

Y fin del asunto. Dos días después, Clara conducía (conmigo de copiloto) rumbo a la costa. Mi editor se había portado muy comprensivamente. Me dejó las llaves de su casita a pie de playa.

Los días transcurrían apaciblemente. No echaba de menos el tabaco. Aún no. Nuestra rutina era sencilla. Solíamos levantarnos a las seis y media. Preparábamos unos sándwiches y los metíamos en una cesta muy cursi que Clara se había traído de la ciudad. Nuestro aspecto no podía ser más elocuente. Yo, camisa de flores, bañador y sandalias. Cubría mi cabeza con un pomposo sombrero blanco. Clara, sin embargo, mostraba su discreción llevando un sencillo vestido de verano. Pasábamos el día en la playa, y luego cenábamos con un buen vino en alguna de las terrazas del pueblo. No se podía pedir más.

Una mañana, estaba yo bañándome en la mar solitaria de primera hora. Clara decidió no acompañarme. Se quedó en la orilla tomando fotografías del amanecer. Me sentía bien. De vez en cuando, Clara me saludaba, y yo contestaba a su saludo. Me sumergía, buceaba un rato y volvía a emerger. Hacía la plancha, nadaba unos metros. Clara estaba concentrada en hacer una foto a un grupo de gaviotas que se había posado sobre las rocas. Yo la dejaba hacer. Pasar la vida junto a un viejo no era lo más divertido que podía ocurrírseme. Volví a sumergirme.

Cuando asomé la cabeza, vi a Clara rodeada de tres chavales. Estaban lejos, y no podía saber qué le decían. Pero por los gestos de ella deduje que nada agradable. De pronto, uno de ellos la abrazó por detrás. Ella se zafó. Otro le tocó el trasero. Ella le soltó una bofetada. Se marcharon riendo. Yo esperé un rato y salí del agua.

Llegué donde estaba Clara. Ella me miró con ojos furiosos.

- ¿Estabas esperando a que me violaran para intervenir?

- ¿No crees que exageras?


- Vete a la mierda.

Volvimos a casa sin dirigirnos la palabra. Clara entró directamente en el baño. Oí cómo abría el grifo de la ducha.

En dos semanas teníamos que estar en Estambul para la presentación de mi novela. Mi editor estaba entusiasmado con la idea de abrir el mercado a Oriente. A mí me traía sin cuidado, pero yo no soy un escritor bohemio y alocado. Soy un profesional y obedezco.

Clara tardó diez minutos. Salió del baño totalmente desnuda y con la toalla en la mano.

Yo, por decir algo, le digo:

- Ten cuidado. ¡Qué van a decir los ayatolás cuando estemos en Turquía si ven tu gusto por la desnudez!

- Que se jodan y, además, no hay ayatolás en Turquía.

- ¿Ah, no?, ¿Y qué hay?

- No lo sé. Pero ayatolás, no.

Seguía enfadada. Traté de disculparme por mi falta de caballerosidad. No haberla defendido era imperdonable, pero, sinceramente, no veía que fuese necesario. Eran unos mocosos inofensivos.

Clara volvió a mandarme a la mierda. Se puso los vaqueros y una camiseta de tirantes. Se sentó a leer. No uno de mis libros. Literatura de verdad, como decía ella.

Aquella noche habíamos quedado con Manuel Costa, el pintor, que vivía también en el pueblo. Había reservado en el Costa de oro. Un sitio de moda. Pero se acercaba la hora y no veía a Clara animada.

De pronto me miró y gritó:

- ¡Qué tarde es!

Y corrió hacia el dormitorio.

Salió con dos vestidos. Uno verde y otro azul.

- Escoge-, dijo.

- No lo sé. Estás muy guapa con los dos.

- Corta el rollo y escoge.

- El verde.


La noche se presentaba bien. Clara volvía a hablarme, y Manuel era un tipo estupendo. Vino acompañado de su encantadora esposa Jane, norteamericana, pero que hablaba nuestro idioma perfectamente. Fue una velada marcada por el tema de conversación de moda aquellos días: la posibilidad de una guerra en Europa. Dos botellas de vino más tarde, estábamos sentados en una terraza, viendo a los jóvenes pasar, rumbo a la discoteca. Alguien soltó un “¡quién tuviera dieciocho años!” y todos asentimos sinceramente.

Clara y yo nos volvimos a casa a eso de las tres de la mañana. Había sido un día largo.

- Estabas espectacular con tu vestido-, le digo- Manuel se moría de envidia al verme con un monumento como tú.

- Sí, claro.

Al menos se reía. Yo estaba algo achispado.

- ¿Cuándo vas a casarte conmigo, Clara?

Volvió a reír.

- ¿Casarme yo contigo? No, guapo, no seré “la viuda del escritor”.

Clara se descalzó y bailó muy animadamente, tarareando una canción de moda.

La besé. Luego en casa me entró la tos.