Los treinta años son una edad difícil.
Uno abandona los hábitos de la veintena que consisten, valga la
generalización, en dejar las cosas para después. Menos los
deportistas, que padecen las urgencias del físico, el resto del orbe
vive los veinte como un regalo, un paréntesis, antes de afrontar la
escalada de ese gran pico que es la vida adulta. Luego se terminan
los veintinueve y uno experimenta un cierto hartazgo del movimiento,
mientras evoca lo que puede contar por derecho. Los ídolos de la
cancha también, y con más razón, ven los treinta como un guardia
de tráfico con la mano levantada al final de una recta que siempre
se hace demasiado corta. Es el final del camino. En el tenis,
tradicionalmente, los cambios de monarca se han producido incluso
antes. Cómo no recordar al sueco Borg, quien hincó las rodillas,
con apenas 25 años, ante un voraz y brillante McEnroe. O el propio
'bad boy' neoyorquino, cediendo la corona, con la misma edad, a un
Iván Lendl en plena madurez. Por eso Roger Federer, en el circuito,
empezaba a ser más leyenda que competidor. Algo así vivió el
australiano Rod Laver, cuyo final de carrera coincidió con su
económica apuesta por los torneos de exhibición, donde podía
destapar el tarro de las esencias sin demasiado sufrimiento. Desde su
victoria en Australia, en 2010 -su último Grand Slam hasta el
reconquistado ayer en Londres- Roger parecía haberse apartado a un
segundo plano de respetable senectud, ante lo que ya aparecía como
el nuevo clásico de este deporte: el duelo de superpotencias entre
Rafael Nadal y Novak Djokovic. Sin embargo, no se le puede achacar al
suizo que no avisara de sus intenciones en este 2012. Sus cuatro
victorias del año (Róterdam, Dubái, Indian Wells y Madrid)
auguraban que a Federer se le había vuelto a abrir el apetito. Pero
llegó París y Djokovic le doblegó en tres sets. Para colmo, en
Halle, un casi jubilado Tommy Haas le arrebató el dominio de la
hierba alemana, con Wimbledon a las puertas. “Demasiado viejo”.
“Ya lo ha dado todo”. “Sólo queda disfrutar de pinceladas de
su arte”, decían. Y era verdad. La altura de los vuelos del serbio
y el manacorí no parecían dejar espacio para una segunda parte
suiza sobre la cima de la ATP. Se anhelaba una redición de la final
de Roland Garros y todo apuntaba a que Federer había puesto,
definitivamente, el cerrojo a sus vitrinas. Ayer volvió. Lo hizo
empuñando el completísimo juego que durante una década lo encumbró
entre los más grandes de su deporte: esa combinación letal de seda
y contundencia; de plasticidad y mortífero clasicismo. Ya es, de
nuevo, el número uno del mundo. El próximo 8 de agosto cumple 31
años. Los veinteañeros pueden hoy rendirle pleitesía.
Foto: REUTERS/Toby Melville
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