La rotunda y colorida
presencia de Alberto Chicote irrumpe en el restaurante. Los ánimos se encogen. Es
temprano y el local, aún vacío, recibe al enfurruñado chef como el defensa
central recibía a Ronaldo Nazário en las noches europeas. Hay respeto y hay
miedo. Desconfianza, también, pero maquillada por la nerviosa cortesía del
camarero. “¿Qué va a ser?”. Chicote se lo piensa; hojea con parsimonia la
carta, siempre demasiado larga. “Traiga los callos, por favor -dice-. Pero,
antes, el revuelto de ajetes. Y la tarta de queso”. El negocio está en crisis.
Poco queda ya de aquel esfuerzo primero, de la imaginación puesta al servicio
de la clientela. Hoy, el personal se aburre. Y, sobre todo, el propietario.
Chicote es su última esperanza, pero, a la vez, su último desafío.
El careo es inevitable. El
restaurante cuenta con un jefe de cocina, ruinoso también, que no va a dejarse
intimidar. Chicote cuestiona sus habilidades y él se defiende. La bancarrota
está próxima, ha tenido que venir la televisión para frenar el desastre, pero
el cocinero ofrece resistencia, inflamado de orgullo herido. De este duelo
inicial brota la solución o se consuma el hundimiento. En una sociedad
mesiánica, como la española, cualquier mente entusiasta podría pensar que el
local representa al país; su quiebra, a la de la Nación (imperial, en otro
tiempo), humillada por la incompetencia. El jefe de cocina, por supuesto, sería
Rajoy -o Rodríguez Zapatero, tanto da-, dispuesto a preparar, una y otra vez, los
mismos platos fallidos. Así las cosas, Chicote encarnaría la nueva política -con
chaqueta naranja o morada, según el origen de la encuesta-, rebosante de generosidad
constructiva. Me gustaría creerlo.
En realidad, aunque el
restaurante es España (su derrumbe resulta incomparable), tras el jefe de
cocina no adivinamos a un político en concreto, sino a todos, incluso a quienes
pretenden tomar el testigo y reformular el maridaje. Los ingredientes son los
mismos: cálculo electoral, ambigüedad y pasión por el poder. Pasan las
generaciones y las legislaturas, pero la receta permanece. Lo reconoce Íñigo
Errejón: la cúpula de Podemos, de la que él forma parte, tuvo que controlar los
procesos de expansión territorial de su partido para evitar sorpresas. Cantabria
es un ejemplo. También Ciudadanos ha pasado del “todos sois bienvenidos” a blandir
el expediente disciplinario. Porque, aunque los proyectos nacen en Madrid o en
Barcelona, hay que reclutar en Castro Urdiales.
Si estuviésemos hechos de
otra pasta, podríamos afirmar que Chicote somos nosotros, o que deberíamos
serlo. Es decir, miembros de una sociedad dispuesta a ejercer la crítica frente
a quienes privatizan y acaparan el poder (los que imponen sus símbolos y sus
obsesiones para reducir el mundo a un relato). Individuos que se niegan a preguntarle
al primero que ven en la cocina lo que le preguntaban a aquel rabino galileo: “¿Eres
tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?”.