viernes, abril 22, 2016

Pesadillas



La rotunda y colorida presencia de Alberto Chicote irrumpe en el restaurante. Los ánimos se encogen. Es temprano y el local, aún vacío, recibe al enfurruñado chef como el defensa central recibía a Ronaldo Nazário en las noches europeas. Hay respeto y hay miedo. Desconfianza, también, pero maquillada por la nerviosa cortesía del camarero. “¿Qué va a ser?”. Chicote se lo piensa; hojea con parsimonia la carta, siempre demasiado larga. “Traiga los callos, por favor -dice-. Pero, antes, el revuelto de ajetes. Y la tarta de queso”. El negocio está en crisis. Poco queda ya de aquel esfuerzo primero, de la imaginación puesta al servicio de la clientela. Hoy, el personal se aburre. Y, sobre todo, el propietario. Chicote es su última esperanza, pero, a la vez, su último desafío.

El careo es inevitable. El restaurante cuenta con un jefe de cocina, ruinoso también, que no va a dejarse intimidar. Chicote cuestiona sus habilidades y él se defiende. La bancarrota está próxima, ha tenido que venir la televisión para frenar el desastre, pero el cocinero ofrece resistencia, inflamado de orgullo herido. De este duelo inicial brota la solución o se consuma el hundimiento. En una sociedad mesiánica, como la española, cualquier mente entusiasta podría pensar que el local representa al país; su quiebra, a la de la Nación (imperial, en otro tiempo), humillada por la incompetencia. El jefe de cocina, por supuesto, sería Rajoy -o Rodríguez Zapatero, tanto da-, dispuesto a preparar, una y otra vez, los mismos platos fallidos. Así las cosas, Chicote encarnaría la nueva política -con chaqueta naranja o morada, según el origen de la encuesta-, rebosante de generosidad constructiva. Me gustaría creerlo.

En realidad, aunque el restaurante es España (su derrumbe resulta incomparable), tras el jefe de cocina no adivinamos a un político en concreto, sino a todos, incluso a quienes pretenden tomar el testigo y reformular el maridaje. Los ingredientes son los mismos: cálculo electoral, ambigüedad y pasión por el poder. Pasan las generaciones y las legislaturas, pero la receta permanece. Lo reconoce Íñigo Errejón: la cúpula de Podemos, de la que él forma parte, tuvo que controlar los procesos de expansión territorial de su partido para evitar sorpresas. Cantabria es un ejemplo. También Ciudadanos ha pasado del “todos sois bienvenidos” a blandir el expediente disciplinario. Porque, aunque los proyectos nacen en Madrid o en Barcelona, hay que reclutar en Castro Urdiales.


Si estuviésemos hechos de otra pasta, podríamos afirmar que Chicote somos nosotros, o que deberíamos serlo. Es decir, miembros de una sociedad dispuesta a ejercer la crítica frente a quienes privatizan y acaparan el poder (los que imponen sus símbolos y sus obsesiones para reducir el mundo a un relato). Individuos que se niegan a preguntarle al primero que ven en la cocina lo que le preguntaban a aquel rabino galileo: “¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?”.  

viernes, abril 08, 2016

Fotografías*



La vida adulta es una reflexión sobre la vida adulta. Uno cumple años y no cruza ningún Rubicón; en realidad, nada se conquista. La edad supone la derrota de la salud perfecta, verle las orejas al lobo de la enfermedad y de la muerte. Poco a poco, el tiempo va proporcionando material a los recuerdos. Inmersos en la treintena, por ejemplo, ya podemos tejer episodios completos de hace cinco, diez o quince años. Antes, solo éramos capaces de capturar fragmentos y olores de la infancia. Es posible que, por aquel entonces, necesitáramos simplemente la referencia del hogar, los besos de la madre, alguna merienda en casa de los abuelos. Y, por otro lado, el temor al vacío de la calle, a la violencia de la competición. Eso se nos quedaba grabado como un aviso sobre el orden del mundo.
   
Solo a través de la memoria llegamos a conocer el miedo. El terrorismo hiere a las sociedades con memoria, las que aún tienen algo que perder. Reconocer el aspecto real de la amenaza no está al alcance de cualquiera. En nuestra decepcionante Europa, el terror es imposible. Aquí se vive la política como razón última del presente; la urgencia de los temas, las réplicas y los matices. Del terrorismo no vemos ni la muerte, apenas alcanzamos a distinguir los escombros, alguna patrulla y los gestos de sorpresa de las víctimas más afortunadas. Como esa joven de la fotografía tomada por Ketevan Kardava en el aeropuerto de Bruselas: la mujer, cubierta de polvo, mira a la cámara con serena incredulidad. Se llama Nidhi Chaphekar y es de nacionalidad india. Podría ser cualquiera.  

Es, precisamente, esa masa anónima, despojada de sentimientos privados, la que muere en una muerte siempre demasiado corta, rápidamente sujeta a las coordenadas y estrategias ideológicas. Recuerden Madrid. Si el terrorismo no existe, tampoco existe la muerte, ni el duelo. En el mejor de los casos, leemos algún reportaje sobre las “vidas truncadas por la sinrazón” -a ella le gustaba montar a caballo y el cine francés; a él, viajar y el alpinismo-. Y, por supuesto, vemos sus retratos de aquella época en la que todos estaban sanos como lo estamos nosotros ahora; cuando eran felices y sostenían el futuro como un tesoro invulnerable.  

No faltan, desde luego, los que culpan a los asesinados de su cruel destino, los que miden cínicamente el dolor en kilómetros. Es el discurso de homilía, del material en el que se forjan las ruedas de prensa y los argumentarios. “No alterarán nuestro modo de vida”, dicen cariacontecidos, porque no saben decir más y temen convertir la realidad en lenguaje. Temen asumir la amenaza y enfrentarla. Porque ya no les queda memoria y solo conservan las fotografías recientes; imágenes que ni siquiera capturan el mundo por completo, apenas un pedazo -siempre el más confortable-, para que el espectáculo se perpetúe sin que brote la decisión.

* Columna publicada el 7 de abril de 2016 en El Diario Montañés. 
Fotografía: REUTERS/KETEVAN KARDAVA