La vida adulta es una reflexión sobre la vida adulta. Uno
cumple años y no cruza ningún Rubicón; en realidad, nada se conquista. La edad
supone la derrota de la salud perfecta, verle las orejas al lobo de la
enfermedad y de la muerte. Poco a poco, el tiempo va proporcionando material a los
recuerdos. Inmersos en la treintena, por ejemplo, ya podemos tejer episodios
completos de hace cinco, diez o quince años. Antes, solo éramos capaces de
capturar fragmentos y olores de la infancia. Es posible que, por aquel entonces,
necesitáramos simplemente la referencia del hogar, los besos de la madre,
alguna merienda en casa de los abuelos. Y, por otro lado, el temor al vacío de
la calle, a la violencia de la competición. Eso se nos quedaba grabado como un
aviso sobre el orden del mundo.
Solo a través de la memoria llegamos a conocer el
miedo. El terrorismo hiere a las sociedades con memoria, las que aún tienen
algo que perder. Reconocer el aspecto real de la amenaza no está al alcance de cualquiera.
En nuestra decepcionante Europa, el terror es imposible. Aquí se vive la
política como razón última del presente; la urgencia de los temas, las réplicas
y los matices. Del terrorismo no vemos ni la muerte, apenas alcanzamos a distinguir
los escombros, alguna patrulla y los gestos de sorpresa de las víctimas más
afortunadas. Como esa joven de la fotografía tomada por Ketevan Kardava en el
aeropuerto de Bruselas: la mujer, cubierta de polvo, mira a la cámara con
serena incredulidad. Se llama Nidhi Chaphekar y es de nacionalidad india. Podría ser
cualquiera.
Es, precisamente, esa masa anónima, despojada
de sentimientos privados, la que muere en una muerte siempre demasiado corta, rápidamente sujeta a
las coordenadas y estrategias ideológicas. Recuerden Madrid. Si el terrorismo
no existe, tampoco existe la muerte, ni el duelo. En el mejor de los casos, leemos
algún reportaje sobre las “vidas truncadas por la sinrazón” -a ella le gustaba
montar a caballo y el cine francés; a él, viajar y el alpinismo-. Y, por
supuesto, vemos sus retratos de aquella época en la que todos estaban sanos
como lo estamos nosotros ahora; cuando eran felices y sostenían el futuro como
un tesoro invulnerable.
No faltan, desde luego, los que culpan a los
asesinados de su cruel destino, los que miden cínicamente el dolor en
kilómetros. Es el discurso de homilía, del material en el que se forjan las
ruedas de prensa y los argumentarios. “No alterarán nuestro modo de vida”, dicen cariacontecidos,
porque no saben decir más y temen convertir la realidad en lenguaje. Temen
asumir la amenaza y enfrentarla. Porque ya no les queda memoria y solo conservan
las fotografías recientes; imágenes que ni siquiera capturan el mundo por
completo, apenas un pedazo -siempre el más confortable-, para que el
espectáculo se perpetúe sin que brote la decisión.
* Columna publicada el 7 de abril de 2016 en El Diario Montañés.
Fotografía: REUTERS/KETEVAN KARDAVA
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