Los movimientos de la
familia eran siempre los mismos: bajar al garaje, subirse al coche y encender
la radio. Al principio, los tres escuchaban canales de música o algún debate
político. Más adelante, una vieja cinta de casete. La tarde de los viernes se
reservaba para este ejercicio de repetición; el padre conduce por El Sardinero
y enfila su última parte, la Avenida Manuel García Lago, mientras la familia
contempla el baile parsimonioso del mar, la escueta violencia de las olas.
“Vamos a dar la vuelta a Corocotta”, pedía el niño, para estirar, con una
última ceremonia, aquellos instantes sin reflexión y sin exigencias; aquel
tiempo de abrigo, lejos del colegio y de los otros.
El niño se refería al
‘Monumento al Cántabro’, de Ruiz Lloreda, pero decía “Corocotta”, porque su
madre ya le había hablado del orgulloso jefe tribal que reclamó personalmente a
Augusto la recompensa que el emperador romano había ofrecido por su cabeza. La
familia daba un rodeo a la rotonda para que el niño admirase la escultura del guerrero
vestido con la piel de un oso pardo. Los viernes terminaban entonces con el trina
de manzana y la pulguita de jamón con tomate en el restaurante La Bodega de la
calle Joaquín Costa. Gobernaba, seguramente, Felipe.
La despreocupación vuela más
bajo que la felicidad, pero se mide mejor. Casi todos la experimentan en la
infancia, o en la juventud, cuando pagan otros. La familia aprovechaba el
automóvil para alcanzar la serenidad que proporciona el rito. Tan sencillo como
eso. La pretensión de domar los días, de aislarse ante la violencia del mundo,
funciona durante un momento. Despreocuparse bajo el techo familiar únicamente
pospone el desenlace: la arriesgada vida adulta. Todo es falso, pero, a la vez,
extraordinariamente útil para no limitar la memoria a la simple biología.
Al asumir esta tendencia tan
humana a cercar la vida, resulta imposible responder cínicamente a las
recientes declaraciones de Anna Gabriel, diputada de la CUP en el parlamento
catalán, sobre la educación de “la tribu”. Es un tema interesante que merece
una reflexión. Las palabras de Gabriel hacen descender el dilema clásico entre
colectivismo e individualismo a realidades concretas, y eso se agradece. Es
decir, ¿hasta qué punto la parcelación favorece la pluralidad social?
La modernidad ha
convertido a los seres humanos “en meras naturalezas políticas”, según afirma
Jiménez Lozano. El respeto al prójimo, la capacidad de asumir las diferencias
del otro (sus ritos) y, directamente, la libertad, se arriesgan en cada intento
de homogeneizar al contribuyente. Pero, a la vez, la sociedad abierta brinda a
todos, también a Anna Gabriel (¡hasta a Felisuco!), la posibilidad de explorar sistemas
de vida propios. El pluralismo permite la coexistencia de todas esas fórmulas
con las que ensayan las diferentes tribus. Yo quiero a gente como Anna Gabriel
y Félix Álvarez en mi país, pero, por favor, que no crucen la cerca.
* Columna publicada el 19 de mayo de 2016 en El Diario Montañés