El último libro que leyó:
‘Sobre la belleza’, de Zadie Smith. Ella lo anotó disciplinadamente en su
pequeño cuaderno de lecturas, con una caligrafía muy deteriorada por la
enfermedad. Tras recorrer las últimas líneas, devolvió el ejemplar a la
estantería colmada de relatos leídos o en espera. No dio tiempo a más. Que
‘Sobre la belleza’ constituyese la última aventura lectora le dio a su vida un
final ajustado. Pocas palabras resumen mejor su personalidad. En busca de la
belleza, exploró caminos nuevos, imaginó maneras de acercar la lectura a los
más jóvenes, con la honradez de quien no exige recompensa, admiración o cargos.
El mero hecho de transmitir el placer que uno experimenta, para que no se
pierda en la vorágine del nuevo siglo. Qué extraña parece, hoy, esa
satisfacción escueta; qué lejos su rostro en el tiempo. Han pasado ya seis
años.
Son pocos los que pronuncian la
palabra. Decir belleza es exponerse al desprecio de los inquisidores, a la
indiferencia de quien encuentra la manera más segura de medrar. La belleza es frívola
y esa es su cualidad más sabrosa. Sirve para convertirnos en seres humanos,
para completar la animalidad con algo más brillante. Puede parecer poca cosa.
La belleza es el placer, claro, pero también la justicia y la entrega. La
belleza es el bien, porque la maldad nunca será bella. Eso queremos creer, a
pesar de todo.
Escribo este texto en una tarde
de septiembre prematuramente otoñal. Dicen que Luis Eduardo Aute permanece ingresado
en un hospital madrileño, recuperándose de un infarto. Pienso en él y vuelvo a
su concierto de 1999 en la Plaza de Toros de Cuatro Caminos, junto al gran
Silvio Rodríguez. Recuerdo la emoción de aquella noche cálida, escuchando los
versos que todos conocíamos. También a Aute le preocupa la belleza. Su canción
así titulada sonó -si la memoria no me falla- en Santander. “Antes iban de
profetas/ y ahora el éxito es su meta;/ mercaderes, traficantes,/ más que náusea
dan tristeza,/ no rozaron ni un instante/ la belleza…”.
Aún no
somos capaces de medir lo que se pierde en cada infamia, en cada gesto de
impostura. La resignación cubre dos frentes: la intransigente militancia y la desvergüenza
arribista. El sacrificio es el denominador común, el ingrediente compartido por
ambas peligrosas recetas. Muy lejos queda la belleza, permanentemente
pospuesta, a la espera de tiempos mejores. Lo cotidiano, sin embargo, sigue
ocupado por los de siempre, en su falsa batalla por el poder, en su evidente
falta de generosidad. La cultura, la amistad, esa satisfacción de celebrar el milagro
de estar juntos y de aceptarnos en la diferencia -que es lo más caro del
progreso- se deshacen con el insulto. Y eso es lo que ellos quieren. Lo menos
ingenuo de todo esto es que ya han pasado seis años y parece mentira que esa añoranza
no la comparta el planeta entero.
*Columna publicada el 22 de septiembre de 2016 en El Diario Montañés.