"Siempre pensé que, cuando me hiciera viejo, Dios
irrumpiría en mi vida de algún modo. Y no lo ha hecho". Ed Tom Bell (Tommy Lee
Jones), veterano sheriff de Texas, carga con su estrella en una época que le es
hostil. Comienza la década de los ochenta y su tierra alberga horrores nuevos,
amenazas que Bell, a punto de jubilarse, ya no reconoce. Lo escribió Cormac
McCarthy en 2005 y los hermanos Coen lo llevaron al cine dos años después. ‘No
es país para viejos’, dijeron. Exactamente eso. Bell añora tiempos más seguros,
la felicidad de pisar en firme, de disponer de herramientas que descifren el
mundo; la confianza en el futuro domado.
El sheriff no exagera en su agonía ni forcejea con el
destino. Silenciosamente, se aproxima al ocaso de su carrera y sólo se permite algún
que otro lamento antes del mutis. Bajo una primera capa de resignación, hay
miedo seco, intransferible. Bell sufre cerca del abismo, teme ese final
inevitable. Llega desvalido y sin asideros.
El pasado fin de semana, la religiosa Isabel Solà fue
asesinada en Puerto Príncipe. Unos desconocidos abrieron fuego contra el coche
que conducía, supuestamente con el robo como único móvil del crimen. Solà
residía en Haití desde 2009. Tenía 51 años. Llevaba más de treinta ocupándose
de los que menos tienen.
A estas alturas, resulta imposible rescatar la fe para
elevarla a ingrediente principal de la receta. Es perfectamente lógico: siglos
de crueldad e intolerancia y numerosos descubrimientos que nos permiten
avanzar. Como Ed Tom Bell, el hombre contemporáneo también muestra esa
decepción por la existencia sin relato.
Pero Isabel Solà compuso un relato propio, lo encarnó.
No fue, la suya, una apuesta convencional: encontró al ser humano en el
sufrimiento y trató de paliar su dolor. Nunca sabremos si fue Dios el que
irrumpió en la vida de Solà o si ocurrió al revés. No sería ninguna novedad; al
fin y al cabo, la tradición religiosa describe el empequeñecimiento del Eterno,
que pasa del trono al hombre, de la libertad a la pérdida. Finalmente, del
Sinaí a Auschwitz. Quizás, su
vida y su muerte confirman que sólo puede nombrarse a Dios a través del gesto
hacia el Otro, sin la memoria simple que ata pero no espolea. Convertirse en
refugio para el prójimo; amar al pobre, sí, pero luchar contra la pobreza.
La última escena de la película: Bell, ya jubilado,
se sienta a la mesa del desayuno con gesto intranquilo. Habla con su mujer, le
cuenta un sueño que ha tenido. En él aparecía su difunto padre. Iban los dos a
caballo, atravesando un desfiladero. Bell se quedaba atrás, viendo cómo su
padre se adelantaba en el camino. "Yo sabía que él iba a seguir y a encender
una hoguera en medio de aquella oscuridad y de aquel frío. Sabía que, cuando yo
llegara, él estaría allí. Y me desperté".
*Columna publicada el 8 de septiembre de 2016 en El Diario Montañés
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