Al fin y al cabo, el mundo no ha cambiado
tanto. Uno lo piensa a veces; en la carretera, por ejemplo. Imaginemos un viaje
habitual, un recorrido casi propio: Bilbao-Santander. El viajero se acomoda en
el asiento, mira por la ventanilla y, de nuevo, aparecen Ontón, Castro
Urdiales, Laredo y Colindres, como si el tiempo no pasara en esa venerable
quietud de las señales de tráfico, en las salidas propuestas que nunca se toman,
pero que siempre estarán ahí, exhibiendo una opción, quizás, apetecible. Este
pensamiento tranquiliza, precisamente, porque uno prefiere la naturaleza
domada, esa orgullosa intervención del hombre que convierte una montaña en un
camino y advierte de los peligros de la excesiva velocidad.
Eso sí, la huella humana debe ser buena y
escueta. La espectacularidad no cabe en el territorio que ocupa la autovía en
una noche fría de diciembre. Se trata de un espacio sin ruido, perfectamente
ajustado a la concentración al volante y a la contemplación del copiloto. La
distancia se despliega, así, como tantas otras veces, con esmero y sin
violencia. Nadie duda de la sucesión de obras en la calzada; poco importa el
asfaltado. Vale más el instinto de repetición que se despierta en cada curva,
la sensación del coche avanzando en paz hacia la casa.
Como habitualmente sucede, el espejismo
conforta a la vez que daña. El grito, por desgracia, no es la excepción. El
silencio esconde, en realidad, una modorra firme que desaparece cuando llegan
las noticias de la calle: los doce muertos en Berlín o Alepo en ruinas. Y esa
querencia nuestra por el asombro después de tantos genocidios, de tanta
opresión incansable a través de los años y de las identidades, como si la
fuerza, a estas alturas, pudiese generar sorpresa en lugar de resistencia.
El estado de derecho y la libertad no son
fenómenos naturales. Como una carretera bien señalizada, estos conceptos no
brotan de la tierra, pero establecen el mimo necesario para la vida en una sociedad
decente. La naturaleza de las cosas exige, sin embargo, que el fuerte domine al
débil, que las minorías raciales, sexuales o religiosas sean eliminadas, que la
mujer se someta al macho. En su ciego orden, a diario se cometen atrocidades
que sólo percibimos cuando a punto están de aplastarnos, como ese camión junto
a la Iglesia del káiser Guillermo y como tantas otras bombas que no escuchamos
porque estallan a demasiados kilómetros.
Los jóvenes que disfrutan de las prósperas
rutas del gintónic y de la conversación 2.0 descubren hoy que el sacrificio no
es una extravagancia, sino la raíz misma del mundo; que siempre hay verdugos
que no quieren comprender al prójimo y prefieren su conversión, aunque para
ello deban destruirlo todo antes. No es seguro que salgamos victoriosos del encuentro
fatal entre esta violencia urbana y la decadencia de una cultura que ha
escondido a la muerte en el armario.
* Columna publicada el 29 de diciembre de 2016 en El Diario Montañés