El 19 de enero de 2015 -a las siete en punto
de la tarde-, la madrileña Puerta del Sol albergó el incidente político fundador
de nuestra época. La dirección de Unión Progreso y Democracia (aquel proyecto
desastrado) convocó, a través de Twitter, lo que debía ser una multitudinaria
protesta contra la corrupción en el Partido Popular bajo el lema: ‘Rajoy
#Solotequedadimitir’. Rosa Díez y compañía desarrollaban, por entonces, un
estilo de oposición de colmillo afilado, con la esperanza de abanderar una profunda
limpieza institucional y judicial frente a los excesos del poder. Al tratarse de un evento al aire libre, en
sintonía con el efervescente clima de indignación callejera, los organizadores
se las prometían felices. No funcionó. Apenas un centenar de personas acudió a
la cita, mientras las redes sociales se burlaban del fracaso magenta. En
política (donde las ambiciones y la grandilocuencia deben administrarse con tino)
no hay nada peor que el ridículo.
UPyD fue incapaz de lidiar con el vacío de
aquella plaza emblemática. Como cualquier depresivo alejado de la realidad,
respondió al dolor con un repliegue que fue interpretado por la opinión pública
como signo de tozudez sectaria. El fracaso de las negociaciones para constituir
una coalición con Ciudadanos aceleró, asimismo, su camino hacia la irrelevancia
electoral. Hoy, ya saben, el partido de Rivera ocupa las posiciones a las que
aspiraba UPyD (con menor fiebre opositora, por supuesto), pero camina sobre la
misma cuerda floja; a saber, la frágil estabilidad en un entorno que exige identidades
definidas.
En su reciente congreso, Ciudadanos optó por dejar
de llamarse socialdemócrata. Más allá de la conveniencia de tal decisión, sorprende
su incapacidad para encontrar un hueco confortable en la oferta partidista.
UPyD y Ciudadanos nacieron como dos alternativas a lo que ellos consideraban la
deriva periférica del PSOE. A medida que avanzaron en su aventura, se dieron
cuenta, sin embargo, de que no les servía con presentarse como una izquierda ‘constitucional’,
pero tampoco como una propuesta ideológicamente ‘transversal’. Su discurso conecta
con ciertos sectores templados de la clase media urbana, pero carece de una base
militante lo suficientemente estructurada como para garantizarle aliento en una
larga marcha a través de las legislaturas. Y, mucho menos, en una coyuntura,
como la actual, de amplia contestación a los sistemas de representación
tradicionales.
La soledad de estos
partidos contrasta con el relativo éxito de Podemos, aupado por un sustrato de
movimientos sociales que lo convierten en el perejil de todas las salsas. Nadie
discute hoy su querencia populista o destaca sus apetencias transversales. Pese
a las últimas purgas, el empaque mediático de sus portavoces es incuestionable.
La decisión de abrigarse con la extrema izquierda (de quien es, a la vez, faro
y rehén) para sobrevivir al ‘invierno Rajoy’ impide, eso sí, la articulación inmediata
de una alternativa al PP. En la calle Génova, saben que siempre será mejor una
izquierda de plaza llena.
* Columna publicada el 23 de febrero de 2017 en El Diario Montañés