Siempre que la vida nos apremia a continuar,
experimentamos sensaciones contradictorias. La cultura impone al individuo la
rigurosa sucesión de todas las etapas; es la linealidad implacable del tiempo. Eso
nos apetece. Poco a poco, ampliamos nuestro contacto con las personas y con las
cosas, tomando conciencia de que la felicidad y el desengaño se reparten por
igual las noches de insomnio. Más allá de la experiencia propia, existe el
convencimiento de que también la justicia reclama el fin de la parálisis. Sólo
así evitamos que la maldad arraigue.
A veces, sin embargo, preferimos obviar lo
inevitable y buscamos un refugio en la repetición. Aunque ya no somos
exactamente los mismos, hay días en los que volvemos a ese poema querido, a esa
canción triste o a un viejo álbum de fotografías, con la esperanza de rescatar
otras épocas menos urgentes. Es inútil, por supuesto, pero hay una emoción que
se despierta y que nos hace sentir la infancia como algo aún reconocible.
El universo conspira de este modo. Pese a su
evidente falta de piedad, hace, en ocasiones, gestos para la galería, como si
no quisiera perder del todo el favor de los hombres. A los aficionados al
tenis, por ejemplo, nos regaló una nueva final de Grand Slam entre Rafa Nadal y
Roger Federer, dos talentos extraordinarios, además de treintañeros, como
nosotros. Ese partido tranquilizó al respetable. Ahora nos da la impresión de
que seremos jóvenes mientras la gente de nuestra edad siga mandando en el circuito.
Es una forma, como otra cualquiera, de consolarse.
El juego es un reflejo ordenado del mundo. Como
el campeón suizo, también nosotros nos preguntamos si volveremos a ganar
después de haber dejado atrás la parte más descarada de la juventud. Aún nos
quedan, pensamos, algunos golpes buenos. El tenis ofrece una concreción
sometida a reglas del drama existencial y lo saca de su ensimismamiento. La
belleza se despliega sobre la pista como arma capaz de doblegar las dudas y el
cansancio del jugador. Sólo los movimientos mecanizados, hechos propios con
talento y trabajo, pueden lidiar con el error y desactivarlo.
Todo es más fácil en
esta ficción que diseñamos para dominar el tiempo que pasa. Las victorias y las
derrotas no se esconden en el victimismo o en la calamidad. El lugar que
ocupamos es el merecido: el campeón no se cuestiona. Es lo que nos falta,
precisamente, en la vida cotidiana; la seguridad de que cada punto en disputa
será ganado o perdido. Eso sólo lo confirmamos mucho después, cuando ya todo está
hecho. Mientras tanto, debemos continuar jugando contra el monstruo, sin saber
tan siquiera si nuestros golpes tienen algún efecto, o si de verdad estamos
golpeando. O si realmente hay un monstruo al que enfrentarse más allá de
nuestra necesidad de seguir adelante, creyendo que la vida es un torneo y no el
simple estar todos los días.
* Columna publicada el 9 de febrero de 2017 en El Diario Montañés.
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