Tampoco Giovanni Mongiano pudo
resistirse. Este intérprete lombardo es, al fin y al cabo, un hombre de su
tiempo, forjado como nosotros en la misma fragua de lecturas y expectativas. La
idea debió de alimentarse en su tierno corazón de artista. Porque el artista, debe
de pensar Mongiano, es algo mucho más importante que una taquilla que se abre y
un auditorio que tose. Según cuentan, poco antes de ejecutar su monólogo
‘Improvisaciones de un actor que lee’, se asomó a la sala del Teatro del Popolo
de Gallarate y se topó con un silencio inesperado: no había acudido ni un solo
espectador. Podemos intentar medir el peso del vacío en el espíritu del hombre,
ya preparado para la representación; la tristeza de quien vuelve al camerino
para deshacerlo todo y apagar las luces. No lo hizo. En un “acto de amor” -como
él lo califica-, decidió interpretar la obra completa. “El espectáculo se hace
igualmente”, dijo.
Hay en su gesto mucho de
resistencia, de orgullo. Frente a la apatía general, el creador, ajeno a las
modas, cultiva con mimo su parcela. Los medios italianos se han apresurado a
destacar la fuerza simbólica de la decisión de Mongiano; la protesta, casi
apocalíptica, contra la muerte de la cultura. El arte se vale a sí mismo. La
palabra escrita y la voz que le da vida cumplirían su cometido, aun sin
receptor. Es una convicción poderosa y rebelde, pero también peligrosa.
“No importa cuánta gente hay en
la sala: se trata del respeto por el teatro y el público”. En esta frase del actor
se cuela la palabra “público”, como un concepto indeterminable, no como la suma
total de individuos que se reúnen para disfrutar de una función. La diferencia
es enorme. El espectador compra su entrada, se acomoda en su localidad, hace
ruido, ríe o se ofende. El público, por el contrario, es un coro perfecto.
En esta época de fragilidad y
miedos, las actividades humanas intentan persistir frente a las amenazas de revolución.
La cultura, al igual que otros ámbitos del mercado laboral, padece la
inestabilidad producida por los constantes cambios en las apetencias sociales.
El teatro, por ejemplo, o el cine parecen estar siempre al borde de la
extinción. Los militantes reclaman soluciones audaces, el poder se lava las
manos y los creadores se enrocan en una defensa sin concesiones de su arte. La
distancia con el público -con el realmente existente- crece o disminuye en un
paseo sin fin por la cuerda floja.
La llamada ‘clase política’,
sin embargo, no sufre estos vaivenes. A salvo en su placidez presupuestaria, el
espectáculo se propone a cualquier hora. El gigantesco reparto reproduce
batallas antiguas con sus discursos y debates imposibles. Los partidos prometen
paraísos o catástrofes, mientras los tertulianos aportan un eco aparentemente riguroso.
Los espectadores se van, pero a ellos no les importan los espectadores, sino
“el público”.
* Columna publicada el 19 de abril de 2017 en El Diario Montañés