Dicen que la imagen de Emmanuel
Macron sufre en Francia lo que un muñeco prematuramente despreciado por algún
niño caprichoso. Según una encuesta de Le Journal du Dimanche, la popularidad
del presidente se desplomó diez puntos durante el pasado mes de julio; una
caída temprana pero, quizás, inevitable si se atiende al perfil del mandatario,
a su improbable concreción en líder histórico.
Lo vemos a nuestro alrededor,
alimentándose de la actualidad y de redes que favorecen el intercambio escueto
y parcial de los saberes del mundo. Lo experimentamos en cada incendio
ideológico que amenaza con devorar las
frágiles estructuras institucionales. Hay que decirlo, en definitiva, con
humildad: para alcanzar un éxito sostenido en el tiempo, la política necesita
ser potencialmente asesina. La mitología que arrastran los credos fuertes
promete siempre un nuevo comienzo, sin la cizaña que enturbia la claridad del
paisaje. Pueden ser los judíos, los negros, los inmigrantes o cualquier
paseante distraído. No hace falta que el objetivo sea de un color determinado;
lo importante es que exista una diana a la que dirigir la flecha de la
Revolución.
Por ese motivo, peligra el
futuro de Macron como figura mesiánica, encargada de recomponer el prestigio de
un sistema que, no lo olvidemos, ha alumbrado el periodo más fecundo de Occidente
en desarrollo social y económico. El impulsor de En Marche! no enarbola nada
sólido, más que la posibilidad de un centro de nuevo cuño, cosido a la
tradición igualitaria de su país. La fragilidad de su candidatura, exitosa en
gran parte por constituir una alternativa al Frente Nacional, crea, no
obstante, desconfianza. ¿Cómo competir en fervor y en riesgo con las hordas de Charlottesville y de la Yihad? ¿Qué
oponer a los fanáticos de todas las tribus cuando tu gestión pasa,
precisamente, por desactivar las pasiones de la guerra civil y por ejercer la
legitimidad democrática frente a las sectas armadas?
La aspiración humana a la utopía
esconde la semilla de la violencia y de la apropiación del otro. Cuando esa
aspiración se proyecta a través de la actividad del grupo, y no se amansa con
la moral, a menudo acontecen los desastres. Paradigmáticos, en este sentido, son
los atentados en Cataluña, prácticamente calcados a otros que hemos visto
antes: la misma incredulidad al principio, idénticos cuerpos tendidos sobre las
aceras… Los mismos discursos planos, ya impersonales por la victoria del
lenguaje político sobre otras voces posibles.
El Paraíso, la raza superior,
la nación uniformada. La capacidad de atracción de los fenómenos resplandecientes,
de las ideologías de brocha gorda, deja
sin palabras a aquellos que se conforman con una sociedad de individuos imperfectos
y moderadamente optimistas. El espacio que ocupan las propuestas genocidas
causa pavor entre el personal desmovilizado y bien sujeto por los moralistas
del tuit. Ya no basta con la sorpresa de los no comulgantes. Maite Pagaza ha
escrito: "hoy lloramos, pero nuestra obligación es derrotarlos".
* Columna publicada el 30 de agosto de 2017 en El Diario Montañés