Han ingresado a Ángel Nieto, de 70 años, en una
clínica de Ibiza y los medios informan a través de sus ediciones digitales:
“Ángel Nieto, grave tras sufrir un accidente con un quad”. El impacto de la
noticia se propaga en un país donde ya no interesan el respeto ni las condolencias.
La posibilidad de la opinión es irreprimible. A las muestras de afecto de muchos
lectores hay que añadir los impúdicos juicios de valor de los más politizados.
La muerte pesa menos que ‘El Cambio’; en eso creen.
Existe algo diabólico, una suerte de atracción
fatal que posee al militante cuando se sienta frente al teclado de su ordenador
o se conecta con su teléfono móvil. Esa atracción es un síntoma del deber; la responsabilidad
de participar en el hecho revolucionario con la macabra alegría de quien prefiere
la trinchera. Alguno se sorprende de que pueda darse importancia “al accidente
de un rico”; otro le dice “franquista”. Son ideas -por llamarlas de alguna
manera- maceradas en la intimidad del malvado que sólo espera la venia de su
época para vomitarlas. Ángel Nieto falleció ocho días más tarde.
La muerte exige recogimiento, la comunión de
los seres queridos que lloran a la persona despojada ya de todo atributo terrenal.
Es, en definitiva, un encuentro con el Absoluto más allá de convicciones religiosas.
Quien lo profana con insultos o con mensajes demagógicos participa de la
pérdida de lo humano como referencia y plenitud. Hoy ya sólo gobiernan los
ejércitos; por ese motivo, vale la pena insistir en las advertencias contra
aquellos que pretenden reducir la realidad a su batalla, hostigando a los rivales
como quien ataca un tumor. Una de esas advertencias sigue siendo la Soah.
Está previsto que, a finales de año, se inaugure
en Madrid la exposición ‘Auschwitz: No
hace mucho. No muy lejos’, coproducida por el Museo Estatal de Auschwitz-Birkenau
y la compañía española Musealia. En ella se mostrarán más de quinientos objetos
relacionados con el campo de exterminio para acercar al público español la
trágica magnitud del Holocausto.
Este tipo de eventos nos reconcilia con la especie. Por lo menos,
pensamos, sigue habiendo personas comprometidas con la enseñanza de la
Historia. También padecemos, sin embargo, la normalización del duelo. Pese a
los bienintencionados, la memoria no ha servido para vacunar al planeta contra toda
tentación autoritaria, ni contra el peligro de las masas activadas por las
apelaciones tribales. Ni siquiera contra el antisemitismo, camuflado hoy bajo otras
banderas y otros uniformes. La derrota nazi convierte Auschwitz en un relato concluido, sin atender al virus que sobrevivió
a 1945.
Lo advierte el escritor argentino Santiago
Kovadloff: “El antisemitismo es un intento de que la interpretación del hecho
judío sea monopolio de quienes lo detestan”. Vale extender esta afirmación a
cualquier “enemigo del pueblo”. La lucha es siempre por
la existencia, para que ninguna perspectiva anule todas las demás.
* Columna publicada el 12 de agosto de 2017 en El Diario Montañés
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