En la vorágine de la era
digital, aún sabemos que nosotros no iniciamos la historia, sino que nos
sumamos a ella, incorporándonos, así, a la conversación de los mayores. Esta
llegada nuestra produce alegría porque no irrumpimos desde el vacío. Como
herederos de un país con pretensiones, pronto se nos ofrecen libros y
películas, museos y aulas -acaso angustias- para trabajar las ideas con las
herramientas oportunas. A veces, sin embargo, esta educación no basta y a algún
neófito se le ocurre ensamblar las piezas de un modo propio, recuperando
palabras o inventando un nuevo significado para el mundo.
La reflexión sobre lo que a
todos concierne guarda siempre el peligro de una conclusión injusta. Hoy, los
debates se espesan y da la impresión de que los conceptos son deliberadamente
corrompidos para llegar a los mismos peligrosos lugares, pero desde un trayecto
distinto que distrae al contribuyente. Es un fraude y se ha dicho. Pero esa
firmeza en la crítica decae frente a los voceros de la beligerancia.
Algunos, pese a los insultos, rescatan
los valores ilustrados, de la libertad y la igualdad, para denunciar la buena
prensa de la que gozan quienes desprecian las instituciones. La causa tribal ha
forjado un discurso que pretende despojar a las sociedades de su pluralidad,
imponiendo símbolos y silenciando disidencias. En ciertos lugares, la oposición
-ya estigmatizada- resiste. En otros, quedan tímidos rescoldos que, asumiendo
la necesidad de una cobardía cotidiana, ya sólo esperan que los vencedores sean
indulgentes.
El proceso catalán nos
proporciona una visión concentrada de las posibilidades de derrumbe moral que
trae consigo la apuesta por el nacionalismo. A estas alturas, no sorprende,
pero asusta, la veloz renuncia al estado de derecho; la legitimidad que,
incluso en 2017, pueden alcanzar las ideologías excluyentes. También, la rabia por
la ocasión perdida de reconstruir una patria moderna (de ciudadanos libres e
iguales, ya saben), tras una historia de pronunciamientos y rancias dictaduras
militares.
No sabemos si España se perderá
en el camino, pero la convivencia se ha roto en Cataluña. Eso sí: la asunción
mediática del independentismo como un instrumento político capaz de erosionar
aún más al maltrecho ‘Régimen del 78’ avergonzará al país en un futuro que es
ya presente. Ojo, no deberíamos abrigar nuestras palabras con rencor o
tristeza. La responsabilidad de quien escribe obliga a proclamar la esperanza,
aunque lo pongan difícil.
La
realidad, por ahora, va por otros caminos. La inversión ha sido equivocada,
pero seguimos adelante para tener la fiesta en paz. Mientras tanto, los
nacionalismos profundizan en su modelo insolidario, desoyendo a los tribunales,
adoctrinando en las escuelas, diseñando una ruta de supremacismo tolerado. No existen
argumentos para la independencia; únicamente la voluntad de frontera, el
entusiasmo de banderas de combate para exhibir su ‘hecho diferencial’: el odio cocinado ante la indolencia de los
gobiernos centrales y la complicidad de los revolucionarios. Este es el relato.
*Columna publicada el 22 de septiembre de 2017 en El Diario Montañés