Conozco, por fin en persona, a
R. en el nuevo piso santanderino de dos buenos amigos comunes. La lluvia de
finales de agosto nos recoge a los cuatro en la sala de estar, rodeados de
libros y con el vaso en la mano. R. es un hombre alegre que piensa y habla deprisa.
Conversamos de muchas cosas; de la problemática relación entre los tres grandes
monoteísmos, para empezar, asunto que domina y sobre el que ha escrito ampliamente
en su celebrado primer libro. Se agradece el respeto, la plática razonable en
plena efervescencia de los discursos inmediatos. Todos coincidimos en que la
cosa pinta muy mal; el peligro yihadista es ya indiscutible y su desparpajo ha
sorprendido a la siempre ingenua opinión pública europea.
R. ha leído mucho y ha viajado
mucho. Sus experiencias le han permitido templar la sesera con frecuentes baños
de realidad, alejándose, así, del cliché. Uno de los principales ingredientes
de la actual amenaza, dice, es su compromiso con la destrucción de la riqueza
cultural del Islam, su empeño en borrar cualquier matiz que discuta el férreo
control fundamentalista. La vanguardia de la Yihad desprecia a Averroes, a
Avicena o a Ibn Arabi y teme las
maneras de una fe que brilló, hace algunos siglos, en Córdoba, en Damasco o en
Bagdad.
La
prioridad de la rabia genocida del Estado Islámico, afirma R., es tomar el
poder en Arabia Saudí y en el resto de países de la zona, siguiendo el dicho de
que “no hay peor cuña que la de la misma madera”. Los
terroristas comparten la visión extrema del Islam que brota de Riad, pero los
perturba la discordancia entre su lectura despiadada de la religión y la
querencia vividora de sus gobernantes. Por ese motivo, los saudíes persisten en
su hermetismo -sin estimular cambios que podrían resultarles traumáticos-, al
tiempo que participan en el intento de oponer a este vendaval asesino de
cuchillos y furgonetas un Islam ordenado y blanqueado (por ellos, desde luego) en
Occidente.
La
fórmula es astuta. El miedo a caer en la “islamofobia” previene al personal de
enunciar lecturas negativas sobre el Corán o sobre la tradición religiosa que
emergió tras su meteórica expansión. No se trataría ya, en definitiva, de
reivindicar a Rumi o a Naguib Mahfuz frente a los terroristas, sino de contribuir
a que ni siquiera sea posible expresar públicamente una opinión libre sobre el
dogma sin ser severamente reprendido. A diferencia de otras fobias emblemáticas
(homofobia, misoginia, todos los racismos), el término “islamófobo” estigmatiza
a quienes critican un sistema de creencias. Muchos intelectuales sufren hoy siniestras
campañas de desprestigio por, como dice el chiste, no ser partidarios. El riesgo
más urgente: que la censura de los análisis provoque en nuestras sociedades
avanzadas no el advenimiento de un Islam capaz de conectarse con la modernidad
sino la aceptación sumisa de que todo vale mientras no nos maten.
* Columna publicada el 7 de septiembre de 2017 en El Diario Montañés
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