Cuando todo esto acabe y
recojamos los pedazos del país, nos preguntaremos cómo fue posible que un
artilugio tan pequeño, tan ridículo en apariencia y absolutamente desprovisto
de cualquier valor moral, haya podido provocar tanta destrucción. Pero a ese
asombro cabrá responder entonces con la asunción -paradójica y preocupante- de
que el enemigo es siempre más escandaloso. Las instituciones democráticas
prefieren el trazo fino, la capacidad de desenvolverse en un ámbito plural y no
inflamado por los uniformes y por la exclusión. Su triunfo no resulta sencillo
en tiempos de crisis: los rivales aprovechan las grietas que la enfermedad abre
para colarse en el sistema débil y pervertirlo.
El artilugio es el
nacionalismo; y el nacionalismo es hoy incompatible con la sociedad abierta.
Frente a la procesión cerrada de sujetos idénticos, la democracia propone algo
mucho más humilde: la convivencia entre los distintos. En España, pensamos que
era posible rescatar la idea de ciudadanía, negada durante los cuarenta años de
la dictadura franquista, haciéndola coincidir en la periferia con fenómenos de
construcción nacional, intocables por el Estado en su delirio adoctrinador y
tremendamente útiles para garantizar mayorías parlamentarias a cambio de privilegios
económicos y la plena independencia en la gestión de sus asuntos. De esta
forma, Cataluña y el País Vasco instalaron el dogma de que la pluralidad era lo
que España les debía, al tiempo que negaban cualquier desviación interna.
El fraude conocido de que allí el
autogobierno escondiera la estimulación del ‘hecho diferencial’ se recibía
desde Madrid con cínica indolencia. Los dirigentes españoles creyeron tener la
razón del estado de derecho mientras ellos se armaban de mentiras y establecían
los cimientos de una tribu impermeable. Hoy se dice que el ‘Procés’ ha
destruido el catalanismo. Es posible, pero lo que está más allá de toda duda es
que el movimiento se forjó en la identidad hostil hacia España. El pujolismo
era, finalmente, esto.
Por
ese motivo, los recientes acontecimientos quizás sirvan para acercar el foco a
la realidad catalana, a su verdadero paisaje que no es, en absoluto, homogéneo
y puro, sino integrado por ideas que deben convivir en su diversidad. Los
grandes partidos confiaron hasta el último momento -quizás, aún confían- en el
advenimiento de un caballero blanco del nacionalismo; Santi Vila, por ejemplo.
El Partido Popular y el PSOE han deseado siempre tener la fiesta en paz junto a
la derecha catalana del ‘seny’ y del dinero. La forma en que Puigdemont y
Junqueras han profanado las instituciones convence hoy de la necesidad de
aplicar el artículo 155 de la Constitución. Eso sí, la pertinaz ausencia del Estado
en Cataluña dificulta enormemente el éxito de una labor profunda, por muy
necesaria que esta sea. Hoy, se confía todo a los jueces y a los resultados de
las elecciones autonómicas de diciembre, quizás las más importantes de la
historia de España. Veremos si con eso es suficiente.
* Columna publicada el 5 de noviembre de 2017 en El Diario Montañés
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