miércoles, noviembre 15, 2017

Los deseados*



Cuando todo esto acabe y recojamos los pedazos del país, nos preguntaremos cómo fue posible que un artilugio tan pequeño, tan ridículo en apariencia y absolutamente desprovisto de cualquier valor moral, haya podido provocar tanta destrucción. Pero a ese asombro cabrá responder entonces con la asunción -paradójica y preocupante- de que el enemigo es siempre más escandaloso. Las instituciones democráticas prefieren el trazo fino, la capacidad de desenvolverse en un ámbito plural y no inflamado por los uniformes y por la exclusión. Su triunfo no resulta sencillo en tiempos de crisis: los rivales aprovechan las grietas que la enfermedad abre para colarse en el sistema débil y pervertirlo.

El artilugio es el nacionalismo; y el nacionalismo es hoy incompatible con la sociedad abierta. Frente a la procesión cerrada de sujetos idénticos, la democracia propone algo mucho más humilde: la convivencia entre los distintos. En España, pensamos que era posible rescatar la idea de ciudadanía, negada durante los cuarenta años de la dictadura franquista, haciéndola coincidir en la periferia con fenómenos de construcción nacional, intocables por el Estado en su delirio adoctrinador y tremendamente útiles para garantizar mayorías parlamentarias a cambio de privilegios económicos y la plena independencia en la gestión de sus asuntos. De esta forma, Cataluña y el País Vasco instalaron el dogma de que la pluralidad era lo que España les debía, al tiempo que negaban cualquier desviación interna.

El fraude conocido de que allí el autogobierno escondiera la estimulación del ‘hecho diferencial’ se recibía desde Madrid con cínica indolencia. Los dirigentes españoles creyeron tener la razón del estado de derecho mientras ellos se armaban de mentiras y establecían los cimientos de una tribu impermeable. Hoy se dice que el ‘Procés’ ha destruido el catalanismo. Es posible, pero lo que está más allá de toda duda es que el movimiento se forjó en la identidad hostil hacia España. El pujolismo era, finalmente, esto.

Por ese motivo, los recientes acontecimientos quizás sirvan para acercar el foco a la realidad catalana, a su verdadero paisaje que no es, en absoluto, homogéneo y puro, sino integrado por ideas que deben convivir en su diversidad. Los grandes partidos confiaron hasta el último momento -quizás, aún confían- en el advenimiento de un caballero blanco del nacionalismo; Santi Vila, por ejemplo. El Partido Popular y el PSOE han deseado siempre tener la fiesta en paz junto a la derecha catalana del ‘seny’ y del dinero. La forma en que Puigdemont y Junqueras han profanado las instituciones convence hoy de la necesidad de aplicar el artículo 155 de la Constitución. Eso sí, la pertinaz ausencia del Estado en Cataluña dificulta enormemente el éxito de una labor profunda, por muy necesaria que esta sea. Hoy, se confía todo a los jueces y a los resultados de las elecciones autonómicas de diciembre, quizás las más importantes de la historia de España. Veremos si con eso es suficiente.

* Columna publicada el 5 de noviembre de 2017 en El Diario Montañés

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