sábado, diciembre 23, 2017

Velas*



Son muchos los recuerdos, el recorrido es largo. El espectador se detiene un instante, observa con interés y repasa los textos. Las cifras se acumulan, los mapas facilitan la comprensión geográfica del fenómeno. Efectivamente, como apunta el título de la exposición madrileña, Auschwitz sucedió “no hace mucho, no muy lejos”.

La sala Arte Canal acoge la muestra organizada por el Museo Estatal de Auschwitz-Birkenau y la compañía española Musealia. El resultado es abrumador no sólo por el contenido, sino en la escalofriante plasmación de la secuencia. El funcionamiento cínicamente burocrático, criminal en toda su extensión, de los campos de exterminio quebró la humanidad de las víctimas, reduciéndolas a una carne propicia para el gas. Pero eso ya lo hemos visto y leído muchas veces.

De ahí que el equilibrio entre la información proporcionada y el material exhibido se mantenga sin necesidad de bombardear al visitante con equipajes sin dueño o raídos trozos de tela. Hay, desde luego, una gran cantidad de objetos y se reconoce esa desnudez indiferente de la posesión abandonada. Los vídeos repartidos en varias estancias completan la solemnidad de la visita con los sobrecogedores testimonios de los supervivientes. La emoción es, entonces, inevitable.

Pero hay una tristeza sutil que acompaña al espectador, una idea incómoda, apenas verbalizada, que resume la atroz experiencia del Holocausto; a saber, todo lo contemplado, lo escuchado, lo comprendido existió realmente. Auschwitz fue la concreción en la historia de un movimiento político, de una ideología que instituyó el odio como doctrina oficial, estimulando conscientemente la querencia asesina del nacionalismo étnico. En esta ocasión, contra judíos, gitanos, homosexuales y opositores.

La exposición avanza desde la caricatura: impresionan, claro, la teoría de la “puñalada por la espalda” para justificar la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial, las grotescas publicaciones antisemitas, los venenosos libros infantiles que instruían en la aversión al prójimo y los carteles a la entrada de los pueblos orgullosamente despiadados con mensajes como: “Los judíos no son bienvenidos”. Por lo visto, la contemporánea proliferación en nuestro país de personas “non gratas” tampoco es un producto original.

Lo terrible de Auschwitz continúa siendo su posibilidad y la permanente actualidad de su amenaza. El lenguaje político arrastra el estigma del mal. Resulta imposible asistir a un mitin o escuchar una declaración pública sin detectar el tono grueso y excluyente, sin percibir el ansia de dominio y la reducción de lo real a un mensaje único. La infalibilidad del líder, el poder idolatrado que demanda sacrificios en nombre de la utopía, se oponen a la búsqueda de un ámbito de error y de humanidad. Quizás, de esa divinidad bondadosa e imperfecta de la que hablaba Hans Jonas en su célebre discurso ‘El concepto de Dios después de Auschwitz’ y a la que honraron los deportados encendiendo las velas del Shabat también en los lúgubres vagones que los conducían hacia la muerte.

* Columna publicada el 15 de diciembre de 2017 en El Diario Montañés.   

jueves, diciembre 14, 2017

Tóxico*



Todas las generaciones elaboran una idea sobre la debilidad y la arrojan a la calle. Pocas herramientas hay tan útiles para establecer castas y pasión en el orden amenazado, siempre en guardia contra aquellos que deben apartarse de la ruta de los héroes. También la modernidad digital, que nos ha convencido del valor de lo prosaico, necesita erigir muros contra los pequeños, que son el verdadero peligro.

El débil sufre en la competición inacabable; el mundo depende del castigo al perdedor. La idea arraiga en el rebaño. La derrota debe ser merecida, dicen, la muerte es la salud descuidada. Así, el superviviente amanece cada día con el desafío de participar una vez más en ese equilibrio tan precario entre el amor y el sueldo.

Qué importante es entonces el discurso para inhibir a quienes dudan de un presente que deprime los bolsillos y degrada las apetencias. Un discurso pronunciado por el poderoso, dirigido a provocar la vergüenza del contribuyente. Las palabras se instalan en la ciudad como cepos que uno esquiva para no atraer la atención de la censura. Únicamente la persona firme en su almario puede acumular motivos para no rendirse.

Incluso el llanto y el recuerdo de nuestra fragilidad de criaturas se combaten con términos cargados de veneno y de intención. Piensen en la gente supuestamente “tóxica”, cuya mera presencia, aseguran los nuevos sacerdotes de la estimulación social, interrumpe nuestra escalada hacia la cima. Como una reedición siniestra del culto a los santos -que respondían al ardor de la carne con una fe inquebrantable-, se esfuerzan en diseñar respuestas sobrehumanas cuando el cuerpo desfallece.

De esta manera, sería un pecado asumir con miedo la enfermedad; uno debe aguantar estoicamente (hay que ser como Randy Pausch). Tampoco se tiene derecho a la depresión en el abandono o en el desempleo: ahí está Chris Gardner. Porque, ahora, tus lágrimas, querido sufriente, tu destino fatal de inútil incurable, no son resultado de los golpes cotidianos, sino expresiones de tu “toxicidad” en plena ascensión emprendedora. Siempre te enseñarán a despreciar al “tóxico”; nunca a dejar de serlo. Y esa es su victoria. 

* Columna publicada el 30 de noviembre de 2017 en El Diario Montañés