Me
gusta pensar que el destino de España se decide en los momentos de soledad de
Mariano Rajoy, en una habitación en penumbra y con el puro humeante, como si la
ya legendaria quietud del expresidente guardase estrategias y recetas audaces.
Uno ha podido creer que la derrota parlamentaria del Partido Popular forma
parte de un plan a largo plazo, dirigido a apuntillar la aparentemente débil ‘alternativa
Sánchez’. Desde esta lógica, el pasado 1 de junio, Rajoy habría preferido una
concreción de las amenazas independentistas y populistas, una infección de las
instituciones, para demostrar que el peligro era real y no sólo un relato
políticamente útil. Como en la canción ‘Shadowplay’, de Joy Division, a partir
de ahora, el PP permitiría a Iglesias, Rufián, Puigdemont y Matute utilizar al
Gobierno socialista “para sus propios fines”.
Desde
luego, es esta una lectura a posteriori que reinterpreta la pasividad del
Partido Popular en clave astuta. La derecha española, acorralada por la
corrupción y avisada por el temido ‘sorpasso’
naranja, evitaría, así, la cita electoral embarrando aún más el terreno,
colocando a los supremacistas en posiciones de influencia sobre un PSOE grogui.
Se trataría, en definitiva, de esconder su incapacidad, dotando la historia de
elementos creíbles, como acostumbran a hacer los mejores guionistas. Piensen,
por ejemplo, en ‘La guerra de las galaxias’, donde, después de la victoria
rebelde, necesitábamos el contraataque del Imperio, la reacción ganadora del
mal, para que aquello no pareciese Montecarlo.
Pero Rajoy, ¡ay!, olvidaba lo más importante: que en
este juego participan dos. La cintura del Partido Socialista siempre ha sido
más flexible -algo que no es necesariamente un elogio-. Pedro Sánchez,
consciente de sus paupérrimas expectativas electorales, de su escasa presencia
en el debate público, optó por lo más arriesgado: tomar el mando de inmediato,
sin apuntalar previamente un programa atractivo. El triunfo de la moción de
censura con los votos de las malas compañías no condujo al secretario general
de los socialistas a un estado catatónico, como hubiese querido Rajoy, sino a
La Moncloa. Sánchez necesitaba reivindicar su existencia y lo ha hecho con una
apuesta a todo o nada. Una vez en el poder, ambiciona gobernar atrayendo la
atención por su labor gestora, rodeándose de un equipo seductor y mediático, acaso
un poco frívolo, al que pretende sostener lo máximo posible. Algunos lo han
llamado “escaparate”, mientras otros dicen que podría haber sido el gobierno de
Ciudadanos.
Por ahora, en la superficie, Sánchez triunfa. El súbito
envejecimiento de Rivera e Iglesias, sorprendidos con el pie cambiado, y la
pasión de la prensa partidaria hacia los nuevos ministros, proporciona al PSOE
una primera línea de ilusión capaz de disimular, por el momento, la devolución
de los favores a independentistas y radicales, las reformas constitucionales y
esa promesa de diálogo tan elegante como hueca. Pero, eso sí, esta línea no quiere
ser revolucionaria, sino más bien presentable. Veremos.
* Columna publicada el 13 de junio de 2018 en El Diario Montañés