No sabemos cómo empieza, pero, de
pronto, nos vemos sacudidos por las urgencias del verano; la toalla enorme, el
bañador florido, quién sabe si crema suficiente para soportar tantas horas de
sol. No hay placidez vacacional que no se conquiste con el mismo esfuerzo de
siempre, con las astucias de una especie condenada a la carrera. La playa
obliga a una reflexión mínima, no vale la pena extenderse en el análisis: somos
muchos y preferimos un espacio propio, aunque su dominio nos exija permanecer
en guardia. Como una nación acomplejada, pasamos de la protección celosa de los
límites a una expansión ciegamente imperial -tumbonas y sombrillas-. No
inventamos nada, ni siquiera semidesnudos.
La arena tiene sus reglas y no
suele llegar la sangre a la orilla. El personal mantiene las hostilidades
dentro de lo razonable e, incluso, el vecino, que hace un momento trataba de
ganar espacio a nuestra costa, ahora nos pide que vigilemos sus cosas mientras
va a bañarse. Y lo hacemos, claro, gustosamente. No voy a engañarlos: yo me
quejo mucho antes de pisar la playa. Peleo contra la pereza, no paro de
rezongar y, cuando supero mi propia resistencia, me enfundo gorra y gafas,
agarro mi silla plegable, la sombrilla de tamaño medio y sufro los avatares del
transporte urbano. Hay mucho contacto durante el verano, mucho roce indiscriminado.
La playa es, quizás, el último reducto de la piel como instrumento de ocio. La
playa y, por supuesto, el Erasmus.
Con el tiempo, he ido cogiendo
gusto a la secuencia de baño y bocadillo que tantas pasiones levanta entre la
multitud local o foránea. Y a la lectura en la sombra cálida del verano. Estos
días, ha tocado ‘Jersualén, ida y vuelta’, crónica del viaje de Saul Bellow en
1976. Lo leo y quedo decepcionado. Yo pensaba enfrentarme a la visión personal
de un intelectual judío diaspórico en su contacto con Israel y me encuentro con
una recopilación de opiniones variadas sobre la eterna crisis de Oriente
Próximo. El libro pierde la capacidad de atracción en el momento en que los personajes
principales -autor incluido- ya están muertos. Los Rabin, Hussein de Jordania o
Breznev, junto al eterno Kissinger, representan el drama de aquel tiempo que, por
desgracia, y eso es lo espeluznante, no dista mucho de este. Han caído
imperios, se han modificado los mapas, pero allí todo permanece en un mismo
bucle mediático.
Leer
en la playa supone avanzar lentamente por el texto, a menudo dejándose distraer
por el paisaje o la modorra de esta época del año. Una frase o un párrafo golpean
al lector que digiere despacio, con el mar por delante. También conforta
observar la capacidad humana para adaptarse a las exigencias de cada estación.
Ahora, nos bañamos en el mar; más tarde, volveremos fielmente a los despachos.
Esta rutina de perfil bajo nos ennoblece mucho más que una guerra civil.
* Columna publicada el 22 de agosto de 2018 en El Diario Montañés