Dos Franciscos, el Papa y
Franco, están en el punto de mira. Uno de ellos, para su fortuna, ya ha muerto.
El otro arrastra consigo la decadencia de la Iglesia Católica; aquella institución
monumental que dominó la vida y sus tribulaciones, y que hoy, sin embargo,
languidece en la humillación mediática de la pederastia y el sectarismo. No
comparo itinerarios; Roma, en palabras de Jiménez Lozano, defendió una vez “el
honor de la belleza y la humanidad en este mundo”, pero Franco fue simplemente un
dictador que impuso su mando de cuartel a todo un país durante cuarenta años.
Resulta interesante observar
cómo se prepara hoy el ser humano para el vaciamiento de las cosas que siempre
estuvieron colmadas de significados a favor y en contra. De la misma manera que
uno percibe lo descontextualizado de
un cuadro de temática bíblica en un museo -la ausencia del ámbito espiritual o
el intento de la cultura contemporánea por destacar únicamente el aspecto
formal de la obra artística-, se puede intuir la oquedad en edificios e
instituciones que ya cumplieron su función histórica. Cabe preguntarse si la
tumba de Franco, por ejemplo, será siempre la tumba de Franco, aunque se vacíe
de restos biológicos y se tapien o derriben sus aledaños.
No es tan sencillo, claro.
Piensen en las leyes contra el tabaquismo: la prohibición de fumar en lugares
públicos fue la consecuencia lógica en una sociedad en la que el cigarrillo
había perdido su papel en el rito de paso a la vida adulta. Del mismo modo,
Franco puede salir del nicho porque ya no es el mismo que entró en él (el
caudillo “por la gracia de Dios”) sino lo que queda del pequeño tirano que,
todavía hoy, obsesiona a las élites. La política sobre el franquismo gestiona
el vacío que ha dejado; la reconstrucción ideológica de lo que significa hoy
para los españoles.
Si cada generación tiene el
derecho a elegir sus símbolos y a rendir tributo a las figuras que han
participado de su forma de entender la realidad, urge la elaboración de un
relato histórico veraz y riguroso, no sujeto a las necesidades coyunturales de
los gobiernos de turno, que denuncie, por supuesto, la violencia de los
totalitarismos de distinto signo (todos ellos, hoy, felizmente superados por la
historia) que regaron de sangre las tierras de España durante los años treinta
del siglo pasado. Es decir, que se reivindique como víctimas de las tropas
liberticidas a Antonio Machado, a Federico García Lorca y a Miguel Hernández,
tanto como a Pedro Muñoz Seca, José Robles Pazos o Pedro
Poveda.
Es
posible que en unos años contemplemos El Vaticano o el Valle de los Caídos como
contemplamos ahora el Coliseo y Pompeya: rescatándolos con la mente de sus
ruinas, imaginando su vitalidad de antaño; el fervor que erigió sus muros.
Disfrutando, en definitiva, del vacío que hemos heredado.
* Columna publicada el 5 de septiembre de 2018 en El Diario Montañés
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