Intentaré decirlo de
la manera más precisa: cualquier hombre que haya prestado un mínimo de atención
a la realidad sabe que las mujeres no son seres inferiores. No hace falta empaparse
de discursos académicos; basta con un rápido vistazo al pupitre de al lado. A
esa oncóloga, por ejemplo o a la jueza, la arquitecta y la ingeniera. Y a las
cajeras y camareras, a la vez precarias y competentes. También a la madre que
es capaz de conciliar aspectos de su vida que ‘el mercado’ se empeña en despreciar.
Las pruebas superan cualquier abstracción: el planeta es, también, de las
mujeres.
Sin embargo, ay, los
hombres oponemos algún que otro ‘pero’ a la protesta feminista; un ‘pero’
masculino, acaso gruñón y a la defensiva, pero casi nunca (queremos pensar)
irracional. Aliados aparte, ante el fenómeno -irreprochable en muchísimas de
sus demandas-, nos mostramos suspicaces. Unos le quitan telilla al asunto.
Otros, directamente, se sumergen en un mar de despreciable misoginia. Algunos,
por otra parte, preferimos señalar el síndrome más peligroso de nuestro tiempo:
la instrumentalización política. Da lo mismo, ellas (las feministas) destacan
nuestro susto. No es la primera vez que sucede. Acordémonos del 15M, aquel termómetro
del malestar. Y pensemos, por cierto, en los primeros días de proclamas
simples, más o menos espontáneas, contradictorias e ingenuas, pero sin estrategas.
Los conservadores patrios suelen encajar mal las revueltas porque les hacen
envejecer prematuramente. ¿Podremos comparar una reunión de subsecretarios con
el empaque de un García Calvo, megáfono en mano, en la Puerta del Sol? Por no
hablar de la guillotina que, como decía Krahe, “posee el "chic" de lo
francés”.
El sistema sabe, no
obstante, que aquí se trata de aguantar el tirón. La masa callejera se desinflará
antes de pisar moqueta en beneficio de las propuestas inmediatas. Por eso, la
perversión es evidente, desvelándose los principios en simple munición
partidista. De ahí que al feminismo occidental apenas se lo relacione con la
lucha de la mujer en territorio islámico, o que casi nada bueno se haya dicho
desde su trinchera cuando un locutor llamó recientemente puta a Inés Arrimadas.
No es su guerra.
En
España, tradicionalmente se ha preferido construir la idea y luego llamar a la
gente, en lugar de llamar a la gente para construir juntos la idea. El
feminismo es (debería ser) un reflejo exacto de su definición en el diccionario
de la Real Academia; es decir, un “principio de igualdad de derechos de la mujer
y el hombre”. Pero, bajo esa declaración se esconde el feminismo de los
manifiestos parciales, de los juicios paralelos y voladura del principio de
presunción de inocencia; el de la sinécdoque y el postureo (famosos
arrepintiéndose de años de machismo). El poder, como siempre, recogerá lo que
pueda y los militantes escogerán otras armas. Vivimos una época revolucionaria.
Y, como en toda revolución, en lugar de sumar, se resta.
* Columna publicada el 20 de Marzo de 2019 en El Diario Montañés