Como españolito
nacido después del Vaticano II, mi catolicismo fue siempre el de los colegas. Un
clásico en aquella catequesis del ‘aggiornamento’:
más que definirse a Jesucristo como un exigente ‘Dios-con-nosotros’ -legitimado
para juzgar a vivos y muertos-, se nos presentaba como un amigo íntimo, coach del
pensamiento positivo. El cambio pareció infalible. A la figura crucificada y oscura
del nacionalcatolicismo, se le había aclarado el perfil para que fuese
funcional también en la todavía joven democracia ibérica.
El dogma, desde luego,
fue desactivado; al menos en su primera aproximación. La jerarquía decidió que el
mantenimiento de la parte más superficial de la revelación cristiana sería
suficiente para conservar su autoridad en Europa. Se trataba, en definitiva, de
atraer a la feligresía con un repertorio de amor y compasión, muy ajustado a
ciertas representaciones evangélicas. Lo del “rechinar de dientes”, debieron de
pensar, quizás más adelante.
Pero, ni con esas. El
vaciamiento del credo tradicional de la Iglesia, unido a la cada vez más
acusada contradicción entre el mensaje supuestamente fraternal del Nazareno y
el boato censor de Roma, deshicieron poco a poco los vínculos de la institución
con la sociedad occidental, entregándose el estandarte a los movimientos
carismáticos de mucha guitarra y dudosa reputación.
Hoy, la Iglesia
católica ha claudicado en su compromiso de mantener cierta operatividad moral
en el debate público. Las opiniones doctrinales se desprecian de antemano,
rápidamente tachadas de inquisidoras y reaccionarias. Por no mencionar las terribles
consecuencias de los abusos cometidos durante decenios, aquí y allá, por demasiados
clérigos sin escrúpulos. Este tsunami mediático amenaza con tragarse el
tinglado.
Siendo muy optimistas,
quizás el papel que cumple actualmente la Iglesia sea el de mera advertencia: a
saber, cualquier poder que pretenda ser absoluto, dominador de almas y de
cuerpos, se ha demostrado capaz de derrumbarse en poco tiempo y convertirse en
una parodia de ruina y sordidez. Debería aprenderse la lección, sobre todo si se
asume que el dogmatismo y la censura son elementos que trascienden el ámbito
espiritual y buscan su implantación bajo cualquier mando.
Las
sociedades más laicas se ordenan ahora en la credibilidad de determinadas ideas
que brotan de la interpretación exclusivamente política del mundo. Las
posibilidades del arte, del pensamiento libre y de la comprensión personal de
la realidad claudican ante la implacable ofensiva de los comisarios ideológicos.
Parecen superados los años de la provocación, de ese forzar al ciudadano con
obras epatantes que buscan despertar su sentido crítico. Nada puede ya
ofrecerse desde la ambigüedad o la contradicción; ni siquiera desde la
sugestión. Esto sería tanto como admitir, al decir de aquellos teutones
genocidas, el “arte degenerado”. Las series, el cine -esas películas premiadas
que podrían proyectarse en clase de religión- y las redes compensan los avances
técnicos con propuestas cada vez más embridadas a discursos correctísimos, incapaces
de estimular nada sino la mera autocomplacencia. Ya saben, como en misa.
* Columna publicada el 6 de Marzo de 2019 en El Diario Montañés
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