Quienes
gozamos de la compañía de los perros en las ciudades (inteligentes o no) de
esta España en funciones hacemos auténticas piruetas para esquivar la sutil (y,
en ocasiones, no tan sutil) censura de aquellos que aún ven la proximidad canina
como la manifestación de una plaga veterotestamentaria.
Históricamente,
claro, se ha dado en el país una relación conflictiva con los animales,
violenta incluso, reflejo de muchos siglos de exigente vida rural y de una
intensísima querencia por los espectáculos veraces. Resulta complicado podar tanta
memoria con un voluntarismo moderno. Sobre todo, en un asunto que atrae aguafiestas
y disgustos en estado de gran pureza. Con las mascotas ocurre como con todo lo
demás; sus problemas reales se confunden bajo toneladas de demagógicas
‘boutades’. Cualquier persona ajena al lenguaje periodístico sabe de la
terrible situación de los abandonos, la crueldad y el maltrato. Sin embargo,
algunos se ponen “incorrectos” (¡cuántas barbaridades se cometen en su nombre!)
y señalan la supuesta tiranía de los perros en parques y jardines como la
principal amenaza para la Constitución.
Hay
una incomodidad no disimulada, un enfrentamiento frío (en el mejor de los casos),
entre quienes paseamos a nuestros perros y quienes abiertamente los rechazan.
Nadie es tan peligroso como aquel que se cree en el derecho de afear a otro su conducta.
El perro es visto aún, aquí y ahora, como un intruso en la utopía urbana, una especie
invasora que ensucia las calles y atemoriza al personal.
Por
ese motivo, no es extraño que políticas como la del Ayuntamiento de Zamora, que
cobrará un “impuesto perruno” de nueve euros anuales, sean recibidas con júbilo
por los no partidarios. Más que las explicaciones de los responsables del
consistorio -que utilizarán ese dinero, dicen, para acondicionar zonas de
esparcimiento canino, distribuir bolsas y crear un censo de mascotas-, les
importa lo que esta medida tiene de diferencial: los propietarios de perros
tendrán que pagar por la mera existencia de su “capricho”.
Pero,
ay, ojalá Zamora y sus tribulaciones. En el balneario santanderino, incluso las
supuestas soluciones ocultan una exclusión. ¿Puede decirse, por ejemplo, que el
terreno entre las avenidas Severiano Ballesteros y Reina Victoria -donde no hay
fuente ni vallas que impidan caídas al vacío y donde algunos seres humanos
deciden defecar junto a los árboles o arrojar sus gastados profilácticos- es,
realmente, un lugar acondicionado para los perros?
La consideración del animal
como un añadido molesto, como un apéndice indeseado, tiñe la convivencia de
prejuicios y sentimientos de culpa. Por un lado, quienes tenemos perros
conocemos muy bien nuestras obligaciones y, en general, tratamos de cumplirlas.
Por otro, los opositores insisten en mantenerlos en una clandestinidad que se
refleja diariamente en enfrentamientos y comentarios por lo bajini. Oigan, pero
si se trata de cobrar una “yizia” perruna para que pongan una fuente y una
valla en condiciones, yo encantado, ¿eh? Venga, ¿cuánto se debe?
* Columna publicada el 18 de Septiembre de 2019 en El Diario Montañés