Con o sin acierto, la crisis trajo consigo la aceptación por el
respetable de un relato funcional; a saber, la culpa del estropicio económico
la tuvo el mercado libre, la desregulación y la complicidad de la
socialdemocracia con los envites del capitalismo. Las posibilidades de la
opción partidista y la voluntad de oponer a la angustia existencial una
solución de máximos espolearon a la hasta entonces adormilada clase revolucionaria
que, para combatir la precariedad y la desigualdad, se dispuso en perfecto
orden militante a ocupar las plazas y a convocar escraches.
La resurrección de la política occidental tuvo una primera
víctima que ya estaba grogui antes de la batalla: la idea de libertad. Si se
fijan, apenas nadie pronuncia esta palabra, carcomida hoy por sus demonios ‘thatcherianos’ y que evoca señores con
puros y niños cosiendo balones en Bangladesh. Casi ninguno de los profesionales
de la contienda pública juega ya la carta de la libertad, únicamente tolerada
si se trata de apelar a derechos colectivos, más fácilmente domesticables.
No podemos saber cuál será el resultado de esta reacción
institucional en un futuro próximo que promete ser descaradamente autoritario,
ya sin ningún sistema de valores que pueda replicar la ideología del trono. Nos
encontramos aún en la primera fase experimental, en la que, poco a poco, los
políticos y los medios van sembrando la teoría del último tren. Urge, según
dicen, tomar decisiones, aunar las conciencias en una movilización total que
nos salve. Pero, ¿salvarnos de qué? Pues de todo: desde el cambio climático al
patriarcado, pasando por las corridas de toros. Eso sí, no parece que ninguna
de estas iniciativas vaya a tocar lo que Raymond Williams bautizó como “núcleo
duro de lo social”, pero todo se andará.
La construcción de una
realidad nueva, sostenida en creencias para estrenar no puede hacerse de
repente. Es necesario convencer de que el político es el ingrediente único de
la felicidad comunitaria. Esta temprana aproximación al fenómeno me recuerda
aquello que me contaron algunas personas que, durante su niñez, tuvieron
experiencia en el Opus Dei: al cilicio se llega por el club deportivo.
* Columna publicada el 08 de Enero de 2020 en El Diario Montañés