No
se engañen, esto no es ninguna novedad. Lo que ustedes experimentan -la
fragilidad en todas las cosas, la incapacidad del presente para alumbrar un
futuro apetecible- no es fruto del coronavirus. Llevamos ya mucho tiempo de
esta guisa: unos, empeñados en sostener el sistema; otros, comprometidos con la
revolución. La mayoría, ay, padeciendo estos años en los que se promete la Parusía
a cada momento.
La
historia ha dejado de tener empaque; todo se ha vuelto complejo y difuso, con
la asunción de la precariedad y la total ausencia de asideros materiales y, faltaría
más, espirituales. Definitivamente volados los elementos comunitarios, la
querencia grupal se alivia únicamente con espectáculos y manifestaciones a
favor de esto y en contra de aquello. Poca cosa para una especie, la humana,
que siempre rezó y murió en compañía.
La
Covid-19 no ha ayudado precisamente a quitarnos de encima una angustia sin
parangón desde la Segunda Guerra Mundial. No estábamos acostumbrados a las
muertes masivas, ni al tono agorero en los políticos y los medios. Hemos
atravesado muchas temporadas de crispación parlamentaria y crisis económicas de
muy diverso tipo (apenas habíamos descansado de la última cuando nos llegó el confinamiento),
mientras la atención a los afanes del día nos impedía atender a la erosión de
la libertad y la democracia.
Nuestros
semejantes han ido perdiendo poco a poco la autocomplacencia de vivir en el
mejor de los mundos posibles y la fe en los grandes discursos. Prolifera hoy
una mezcla siniestra de cinismo y urgente espíritu reformista que alimenta los
comportamientos más dogmáticos. Al mismo tiempo, desaparece la crítica entre
tanta información dispar e interesada. Llegó el aburrimiento.
Por
ese motivo, la primera etapa de euforia solidaria ha durado tan poco. A medida
que la movilización se tornaba gestión burocrática, comenzaron las suspicacias,
el malestar del encierro y los linchamientos de balcón. Y es que resulta
imposible convencer al ciudadano de que hoy existe un bien mayor que justifique
la renuncia. Porque ese bien mayor, dicen los partidos y los tertulianos, es la
política; la sobreabundancia de portavoces proclamando las virtudes del mando.
Y, claro, ahí no hay gracia ni hay duende.
Somos vulnerables, quizás más
que en ningún otro siglo, porque nuestra vulnerabilidad brota de la pérdida del
propósito. ¿Qué plan humano resiste a un mundo digital ocupado en combatir la
pandemia? ¿Qué pueden significar la literatura, el arte o la música cuando hoy
todas estas actividades militan o se venden? Quedamos, en resumen, como carne
que alimentar; como cifras del paro, como enfermos sin respirador. No se
preocupen por tener miedo, no se alarmen tampoco al comprobar que eso ya no
importa.
* Columna publicada el 14 de Mayo de 2020 en El Diario Montañés