En
su famosa ‘Biblia del peregrino’, el jesuita Luis Alonso Schökel, importante estudioso y traductor de los textos
sagrados, describe a Isaías como “el gran poeta clásico”. Para el lector
agudo, esta coincidencia vocacional no puede resultar extraña: el poeta y el
profeta coinciden en el uso audaz del lenguaje; en la exploración de sus
límites. Que sea Dios o la nada lo que aguarde al otro lado, en realidad, poco
importa.
Schökel destaca el desapasionamiento de Isaías
-“apenas asoma la emoción en sus poemas”-, su rigor y concisión. Es la palabra
justa la que confiere autoridad al verso, no la floritura o el adorno.
Fijémonos en el capítulo 25, según la traducción del propio Schökel: “Arrancará
en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas
las naciones; y aniquilará la muerte para siempre. El Señor enjuagará las
lágrimas de todos los rostros…”. No hay exégesis posible, dogma o teología;
únicamente, esperanza.
¿En
qué consiste este velo del que habla Isaías? Evidentemente, la promesa parte de
la concepción incompleta del ser humano. Su caducidad biológica, el miedo al
otro, el esfuerzo inútil. Todo ello se entromete como un velo que, asegura el profeta,
puede ser arrancado. La confianza, en definitiva, en una humanidad dispuesta a
superar las injusticias en plenitud y verdad.
En nuestro mundo, sin embargo,
este velo parece tejido con un arte sofisticado que apenas deja espacio para
que lo atraviese la luz. La confusión espolea al malvado. Las palabras del
político y el propagandista, las noticias que no lo son, los ataques para
evitar la autocrítica. Y gente aplaudiendo en los balcones mientras el poder engorda
y se expande.
* Columna publicada el 29 de Abril de 2020 en El Diario Montañés
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