lunes, agosto 17, 2020

El último asalto*


Mucho le ha durado a Podemos el entusiasmo místico; demasiado. No sé si ustedes lo recordarán, pero los primeros tiempos de la formación estuvieron dirigidos por la urgencia en la toma del mando y la violencia (esta vez, menos mal, sólo retórica) contra críticos y escépticos. El mismísimo Pablo Iglesias reconocía entonces que la única opción de alcanzar el poder para una fuerza política como la suya -de fondo y formas radicales- era mantener la rabia; es decir, el mar de excepcionalidad donde faenan todos los totalitarios. La exclusión del rival político como interlocutor posible era una de las consecuencias inmediatas del experimento. La absoluta polarización del país, otra. De ahí el uso cansino de términos como “casta”, más pasados de moda ya que los pokemon. 

El partido de Iglesias y Errejón fue la herramienta diseñada para emprender una marcha breve hacia La Moncloa; un movimiento rápido con inflamada responsabilidad histórica. Eventualmente, Errejón empezó a pensar que el asalto a los cielos del que habló el líder en 2014 (citando a Marx) no iba a producirse y quiso jugar a la sensatez dentro de la trinchera. Con eso se ganó el piolet.   

Últimamente, Podemos ha ido desinflándose, azuzado por el desgaste común a todo lo malo conocido. Las cuentas, sin embargo, han permitido a Iglesias introducirse en el Gobierno de Sánchez como jefe de un tinglado que ya es casi sólo él. Los resultados en Galicia y el País Vasco, lejos de representar un alivio para sus adversarios, constituyen un peligro mayor: el dilema de Pablo Iglesias es el poder o la irrelevancia. La sangría electoral sólo puede combatirse con Twitter y promesas de revolución. Y, cuidado, que ahora manda.

* Columna publicada el 22 de Julio de 2020 en El Diario Montañés

martes, agosto 11, 2020

Barcelona sin relato*


La ciudad vive en el escritor como la palabra o la imagen. La voz y la intención son su motor y constituyen la fuerza del artista, su importancia para explicar un tiempo y un país. Barcelona y Juan Marsé compartieron hace muchos años una misma vocación de época; la voluntad de recoger la verdad de las cosas que brotaron durante la etapa final del franquismo; las geografías y personalidades vivas, sin la uniformidad que imponen siempre los que mandan.

Juan Marsé supo formular literariamente las figuras de la Barcelona charnega en constante roce con una burguesía dirigente que nunca dejó de serlo. Fueron Teresa y el ‘Pijoaparte’ o aquel amante bilingüe que quiso escalar el muro de clase a pesar del desprecio de quienes manejan la riqueza en los tiempos de necesidad. Pero todo ello fue también Marsé, en su propia biografía mestiza. Fue el novelista quien anduvo las calles del Carmelo para fijarlas luego en una obra de altura.

La Barcelona de Marsé parece especialmente lejana porque es fruto del tacto libre del creador comprometido con su entorno. La política de partido ha sustituido hoy a los grandes cronistas por ideólogos empeñados en siniestras recetas étnicas renunciando a la amplitud de cualquier comunidad plural y fértil.

Despedirse hoy de Juan Marsé es hacerlo una vez más de los miembros de aquella escuela barcelonesa, catalana, que tanto hizo por acompañar a los lectores de toda España en la senda de la civilización. Cabe evocar de nuevo su amistad con Jaime Gil de Biedma o Carlos Barral, con aquella parte libre y mediterránea de un país que se desperezaba hacia la modernidad. Quedan sus libros, como mosaico de aquello que en la novela es superior a cualquier noticia o a cualquier análisis: la realidad que sólo puede asirse desde el relato.

* Artículo publicado el 21 de Julio de 2020 en El Diario Montañés