Mucho le ha durado a Podemos el entusiasmo místico; demasiado. No sé si ustedes lo recordarán, pero los primeros tiempos de la formación estuvieron dirigidos por la urgencia en la toma del mando y la violencia (esta vez, menos mal, sólo retórica) contra críticos y escépticos. El mismísimo Pablo Iglesias reconocía entonces que la única opción de alcanzar el poder para una fuerza política como la suya -de fondo y formas radicales- era mantener la rabia; es decir, el mar de excepcionalidad donde faenan todos los totalitarios. La exclusión del rival político como interlocutor posible era una de las consecuencias inmediatas del experimento. La absoluta polarización del país, otra. De ahí el uso cansino de términos como “casta”, más pasados de moda ya que los pokemon.
El partido de Iglesias y Errejón fue la herramienta diseñada para emprender una marcha breve hacia La Moncloa; un movimiento rápido con inflamada responsabilidad histórica. Eventualmente, Errejón empezó a pensar que el asalto a los cielos del que habló el líder en 2014 (citando a Marx) no iba a producirse y quiso jugar a la sensatez dentro de la trinchera. Con eso se ganó el piolet.