lunes, septiembre 21, 2020

Estatuas*

 


Las movilizaciones identitarias y, en teoría, bienintencionadas que proliferan hoy en Occidente nos traen, vez tras vez, nuevas estrategias militantes que parecen extraídas de una imaginación lunática. Al fin y al cabo, la utopía es, precisamente, un eterno posponerse que nunca termina por acontecer; un simulacro, más o menos eficaz (más o menos cruel), de dogmáticos que no admiten contestación. Por eso nos las prometíamos tan felices hasta la llegada de este nuevo compromiso escandalosamente infantil. La utopía es el final del camino; el dominio sin críticos. Una locura.  

La plasmación de las utopías y distopías en la literatura y el cine parten habitualmente de un instante (explícito o a través de la elipsis) de absoluta destrucción; una catástrofe a la que pocos sobreviven con el cuerpo y la mente intactos. La civilización perece por su mala cabeza y todo cae sin que nadie lo pida.

La realidad, sin embargo, es mucho más canalla. A menudo, la destrucción se erige como una etapa necesaria en la búsqueda del paraíso. La revolución alimenta en sus defensores la idea de inminencia: todo va a pasar aquí y ahora y tú, feligrés, tienes una misión que cumplir. Así, apenas cuesta trabajo subirse a una escalera para derribar estatuas. ¿Qué importan la reflexión o la capacidad de las comunidades de elegir en paz sus referentes? La fuerza del cambio es imparable y todos deben asumir la violencia del envite, su desmesura.

¿Todos? No. Unos blanden el martillo y otros observan el formidable espectáculo. Algunos pocos, sin embargo, se muestran respetuosos con las estatuas y atan bufandas de equipos de fútbol en el cuello de piedra de los dioses. Para el caso, es lo mismo.

* Columna publicada el 5 de Agosto de 2020 en El Diario Montañés

jueves, septiembre 10, 2020

Poesía con rostro humano*


Hay una poesía que respira a este lado del paraíso. Hay una poesía que rechaza las ensoñaciones metafísicas, el susurro ocasional de las musas, para atenerse a la realidad del mundo; a su humana contundencia. El poeta, a veces, prefiere desvestir su mirada y compartir con todos la canción que le brota como un talento de misterioso origen. Las palabras pueden volverse entonces música y pasar de un lugar a otro en diferentes voces para ser dichas por gentes que desconocen al autor y que no saben de sus virtudes o miserias, sus dudas o sus amores. Ese confundirse del poema en la voz del pueblo; ese trasladarse del papel a la calle como una herramienta con muchos usos es también poesía.

En sociedades deprimidas por la inacción de sus gobernantes, o directamente victimizadas por escuadrones de asesinos, la función del poeta es distinta, sin duda, a la puramente academicista. América Latina, por ejemplo, ha representado en el siglo XX el arquetipo del territorio infeliz. Dictaduras militares y guerrilleras, narcotráfico y terrorismo, vuelos de la muerte, madres y abuelas exigiendo en las plazas la justicia que a sus vástagos les fue negada. Expolio a manos llenas y corrupción a destajo. ¿Cuál era el lugar, entonces, del poeta? ¿Qué verso podría componer a pocas calles del horror?    

Mario Benedetti cumpliría cien años el próximo 14 de septiembre. Murió hace más de diez. Parece mentira, sin embargo, que su voz se apagase hace tanto tiempo y que su biografía no alcanzara para contemplar esta época última, tan colmada de peligros. La palabra de Benedetti es hoy revivida por lectores nuevos que continúan acudiendo a su obra para encontrar el sentimiento por lo cercano. Porque el amor, quiere decirnos Benedetti, no es una esperanza sino un acto: “… si dios fuera mujer no se instalaría/ lejana en el reino de los cielos/ sino que nos aguardaría en el zaguán del infierno/ con sus brazos no cerrados/ su rosa no de plástico/ y su amor no de ángeles…”.

Amor y política

El amor o la política son fórmulas para ser humanos, y su práctica detecta la sinceridad y el embuste; el bien del mal. Benedetti plantea una separación amarga y maniquea entre “ustedes y nosotros” (título de uno de sus célebres poemas); acaso esa querencia sectaria -de la que echa mano el poeta para estimular en su continente el crecimiento de una sociedad distinta - es lo que más cabe reprocharle. ¡Ay, el dogma que ha nublado la mente y el corazón a tantos escritores!  

En una controversia pública con Mario Vargas Llosa en 1984, este achacaba a Benedetti y a otros intelectuales latinoamericanos de izquierda el haber convertido sus posiciones políticas “en un elemento fundamental del subdesarrollo” con su empeño en evitar cualquier camino distinto al puramente marxista para la liberación de sus países. Vargas Llosa acusa a Benedetti de silencio y complicidad con la dictadura castrista a lo que el uruguayo opone que el autor de ‘La fiesta del Chivo’ se inserta hoy en la trinchera contraria, obsesionado con la idea de que “Carpentier o Neruda resulten más culpables de nuestras miserias que la United Fruit o la Anaconda Copper Mining”.

La interesante trifulca literaria, de altura y elegancia en el tono imposibles hoy de reproducir en nuestro fango político patrio, expuso los límites morales de toda una generación de creadores cuya trayectoria poética estuvo trágicamente ligada al destino de sus países. Muchos muertos, no obstante, para limitar la toma de posiciones públicas a los análisis abstractos. Exiliado y, posteriormente, “desexiliado”, resulta complicado exigir mesura en un territorio donde todo esfuerzo por construir estados democráticos dignos estuvo (y está) condenado a caminar por el cadalso.

Pedazos de mundo

Mientras tanto, supo el poeta recoger los pedazos del mundo que se iba rompiendo para recomponerlos en forma de canciones y poemas. Versos suyos fueron contados y cantados por artistas como Isabel Parra o Daniel Viglietti, que aproximaron el mundo ‘benedettiano’ a los no adeptos a la poesía en papel. Los admiradores de la obra de Mario Benedetti aprovecharon siempre la voz del poeta para construirse un código ético y estético que les permitiera transitar por el siglo con cierta garantía de disfrute y amor propio. La poesía del uruguayo es acogedora y no exige del lector un bagaje previo de referencias académicas.

Benedetti propone una poesía capaz de aunar la lucha por la justicia social con la reivindicación de una felicidad posible. Lejos quedan las renuncias sacrificiales de los revolucionarios que, como Moisés, pretendían morir a las puertas de la tierra prometida sin conseguir pisarla nunca. El amor como refugio individual va más allá del compromiso: “… aspiro a que tu suerte de nuevo me rescate/ del frío y de la sombra…/ del tedio y el combate”. 

Pero es la persona en primer término, en lucha o en lugares privados, nunca una herramienta sin alma que avanza en trincheras o en selvas: “… un sencillo respeto por terceros o cuartos/ ese percance de ser buena gente...”. Para que eso suceda, dice Benedetti, es imprescindible el compromiso por el cambio hacia sociedades más justas, más igualitarias.

Evidentemente, resulta absurdo acudir a la obra de Mario Benedetti para extraer un programa de acción política. Lo suyo es otra cosa; una manera de acompañar al lector en las diversas fases de su vida. Pese a todo lo que puede separarnos de sus ideas y sus querencias -a pesar de la indignación por determinados silencios o juicios- aún puede conservarse hoy el sentido de su obra, que no es otro que el ser humano en camino hacia su dignidad: “cantamos porque el grito no es bastante/ y no es bastante el llanto ni la bronca/ cantamos porque creemos en la gente/ y porque venceremos en la derrota”.

* Artículo publicado el 24 de Julio de 2020 en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés